Indistintamente distintos

07/09/2024
 Actualizado a 07/09/2024
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Decía Kapuściński que nunca se percibió tan blanco como cuando llegó a África. Que nunca apreció todos sus complejos de probable ascendencia colonizadora hasta aterrizar en Ghana. Que nunca supo verse con unos ojos tan ajenos a los suyos hasta entonces y se sintió mal. Se sintió mal por ser blanco, quizá fruto de la empatía cosechada cuando se cultiva el interés, el deseo de conocer, la necesidad de forjar una opinión propia. 

En mi regreso del periplo vacacional, experimenté esa diferencia embriagadora. Esa distinción palpitante que alberga el subconsciente. Lo experimenté mientras observaba a un grupo de alemanes que hablaba alto y bebía cerveza con limón en el transcurso del recorrido del Tren de La Robla; un tren que, posiblemente, no conozca la mayoría de los españoles. Derogué mis pautas morales en una apreciación activa que se traducía en juicio –o prejuicio– hacia quienes son diferentes a mí, puede que ligeramente ensimismada en los mensajes de pegatinas que adornaban algunas paredes santanderinas y rezaban: «El turismo vive de Cantabria». Puede que viese en esa marabunta alemana la figura del turista, del extranjero, de lo ajeno, y que sintiera entonces la aversión hacia la diversidad. Ocho horas dan para mucho e imaginé este mundo como un lugar lúgubre regido por algoritmos que no nos dejan pensar; que reafirman la opinión establecida e instalada en nuestro cerebro hasta que no podemos escapar. Algoritmos que nos enseñan lo que queremos ver y que nos dicen lo que queremos oír sin prestarnos un instante para escuchar. Y pensé que sólo en el atisbo de esas temidas distinciones está el asomo de similitud. Que sólo en apreciar lo externo y en entregarse a los aprendizajes que ello conlleva está la verdadera sabiduría. Que la única manera de navegar en un mar de dudas es abrir el horizonte para descubrir, aunque nos atemorice que, en el fondo, no seamos tan distintos de esos cientos de hombres, mujeres y niños que fenecen en el intento de atracar la patera y, por fin, pisar tierra firme. Pensé en que ese algorítmico ‘filtro burbuja’ nos condena y en que no tenemos otra que coger la aguja oxidada de la solidaridad para explotarlo y escrutar al fondo del túnel de la autocomplacencia un bonito atisbo de libertad. 

Mecida en esas viejas rieles, abstraída en pensamientos, una de las alemanas se me acercó. Me señaló el libro y farfulló en un inglés improvisado algo así como que lo conocía. Nos sonreímos un segundo. Después, con el silbido intermitente del tren como banda sonora, avanzando en el trayecto y en la lectura, me pareció escuchar la voz del autor polaco y le hice caso: no des la espalda a las diferencias si quieres disfrutar del viaje.

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