Cristina flantains

La infancia, más que un recuerdo

17/01/2024
 Actualizado a 17/01/2024
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«La verdadera patria del hombre es la infancia», ya lo decía Rilke. Y así, fuera de todo contexto, traída de la mano de un poeta austriaco del siglo XIX, esta frase, que se articula en torno a tres palabras contundentes: patria, verdad e infancia, propone una idea reconfortante y profunda. 

Quizá sea porque al hablar de patria siempre se encuentra un matiz de afecto, la evocación de un lugar al que siempre se quiere volver, o que no se quiere dejar; porque hablar de verdad entraña una sobredosis de valentía, de heroicidad (la verdad dota a todo lo que toca de un poder incontestable); o por lo evocador de la infancia. 

A mí me basta con evocar la mía, repleta de largas tardes de verano bajo un cielo azul infinito en las que me entregaba, en cuerpo y alma, sin más preocupación, a descifrar el secreto del agua en el arroyo que pasaba frente a la casa familiar. Un tiempo en el que cada segundo estaba tutelado por la figura de un padre y una madre constantemente preocupados por mitigar la vehemencia de la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Con una experiencia de infancia así se pueden construir una patria y una verdad de las que duran toda la vida.

Pero cuando una abandona el epicentro de su universo para dejar de medirlo todo por el propio rasero y se pregunta cómo fue la infancia de alguien que acuñó una frase tan certera, a poco que indague descubre que Rilke debió ser infeliz en su infancia, porque sus padres lo eran y, en especial, su madre, obsesionada en convertir a su hijo (incluso lo vestía de niña) en su primogénita fallecida. 

La infancia es el lugar y el tiempo en el que se forja el destino por el que caminaremos, con un exiguo margen de maniobra, durante el resto de nuestra vida. 

Por eso, el azul y el calor de las tardes de verano, el correr bullicioso del agua por un arroyuelo, la brisa que se enreda en el pelo y nos susurra al oído consignas, de vete tú a saber qué otros lugares, son los paisajes, las referencias a las que siempre queremos volver y volvemos. 

A través de esos idílicos paisajes reconocemos al niño que fuimos. Y con la misma entrega y pasión integra el niño en su paisaje infantil al padre que, de vez en cuando, le suelta unos bofetones, a la madre histérica que no hace más que llorar por los rincones, al tío envenenado que le viola cada vez que se quedan solos, a la onda expansiva de la bomba que explotó cinco calles más arriba, al profesor de disciplina marcial que no sabe hacer ni la o con un canuto, al teléfono móvil que le da su progenitor para quitárselo de encima, al compañero del colegio, (ese monstruo de dos cabezas, víctima y verdugo a la vez) que le amarga la vida todos los días en clase hasta el punto de que cualquier abismo es mejor que aguantarlo, al que mercadea con él o con ella porque, como bien sabemos, todo niño esconde un tesoro.

Y ahí está el chaval laboreando su infancia con total entrega, esculpiendo con fuego y forja cual pequeño Hefesto, su verdad y su patria que también serán, como las idílicas, de las que duran toda la vida. No son pocos los que viven así, cada día; no son pocos y están más solos que la una. 

¿Y tú? ¿tratas bien a tus pequeños?

 

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