Hay que informar, pero a veces la información duele. Las cámaras penetran en el desastre. En Marruecos, ahora, tras el feroz terremoto de las últimas horas. O en los hogares arrasados por las riadas, en el centro de este país, o por los incendios pavorosos, en Grecia. Peor, desde luego, lo que sucede en lugares remotos, donde no hay nadie para contar la tragedia, salvo la voz local que lo repite como un susurro y lo convierte en el eco de los pobres. Sí, peor allí donde no hay luz que ilumine, ni cámaras que relaten el horror.
Pero, aun así, no puedo dejar de sentir cierta náusea desde el Primer Mundo. La observación, siquiera involuntaria, del dolor de los otros. El dolor que a menudo nos parece ajeno, como también nos parece ajena la muerte. No puedo dejar de sentir ese vuelco en el estómago al contemplar cómo se ceba la destrucción con los más pobres. No hay compasión en la naturaleza desatada, lo sabemos bien, como no la hay en la guerra, a cuyo vientre bajan también las cámaras para hacernos sentir el tamaño del mal que nos rodea.
Hay que informar, sí. Y más en una emergencia, en un colapso. Resulta difícil, sin embargo, no sentir que traspasas la frontera de la intimidad que siempre ha de tener la muerte, que rasgas el velo de esa triste cercanía, de esa vida hecha pedazos por el azar, por la circunstancia, no por el destino, salvo que queramos decir que ese es el destino de la fragilidad y la pobreza.
Hay que informar, sí, y relatar la muerte como se relata la vida, pero hay algo insoportable en esta mirada inevitablemente más afortunada, que es la nuestra, hay algo triste o puede que algo obsceno en contemplar las vidas rotas de los otros, en cómo el mal se agarra sin ninguna piedad a los seres frágiles o desposeídos, y no los abandona, aunque supliquen, o a los que la mala suerte, o una mala decisión, ha condenado a un horror en apenas una fracción de segundo. La soledad del hombre es infinita. Finalmente, el hombre está solo. Por más que se afane en buscar la mirada compasiva de los dioses. Porque la compasión, si acaso, es un sentimiento humano.
Hay que informar, sí. Ahí están las imágenes de esa soledad, de ese gran infortunio. Envueltos en el grito, o en el absoluto silencio de la derrota. El infinito naufragio, el infinito cansancio. Cada día, en nuestras vidas también sacudidas por los caprichos del azar, pero a menudo mucho más soportables, recibimos razón y detalle de los últimos infortunios del planeta, de los desastres de la guerra (porque el hombre se afana cada día con ahínco en la autodestrucción), recibimos noticia de la naturaleza airada y violenta que, por supuesto, ignora las muchas cuitas y agobios de nuestra especie, tan segura de su vana superioridad, tan evolucionada sí, pero al tiempo tan frágil y desvalida. Porque resulta que la naturaleza no nos necesita para nada.
Hay que informar, sí, enseñar el desastre, al menos si eso sirve para generar oleajes inmediatos de cooperación internacional. Pero duele saber que siempre pierden los mismos, que la tragedia empieza siempre en la puerta de la pobreza. La vida tiene mucho de echar los dados sobre la espalda del tiempo, aunque los dados siempre ofrezcan el mismo resultado cuando se trata de los desfavorecidos.
El hombre del siglo XXI, el hombre tecnológico y avanzado que va a llegar a Marte en poco tiempo, sigue sometido a lo incontrolable, a veces promovido por su propia acción destructiva, pero el mal llega mucho antes al desvalido, al indefenso y al pobre. Los damnificados no suelen ser los que se enriquecen, sino los que son sistemáticamente esquilmados y explotados. A ellos les llega la pobreza y también la mala suerte.
La vida de la gente sigue dependiendo del lugar en el que nace: desde el acceso al agua hasta las posibilidades para obtener educación y alcanzar un trabajo. No sólo es un asunto relacionado con la falta de desarrollo en muchos lugares del planeta, no sólo está relacionado con la corrupción o con el desorden, sino que estamos asistiendo al ascenso imparable de la pobreza climática, que deriva en el desarraigo, en la pérdida del hogar, en la emigración climática. Por si hubiera pocos motivos para el desastre. Pero no podemos olvidar que la injusticia medioambiental también empieza a merodear cerca de nosotros.
Las áreas rurales están siendo especialmente afectadas por los problemas climáticos y por la acción violenta de la naturaleza. El progresivo deterioro del campo ha provocado la llegada masiva a los entornos urbanos, como ya sucedía en la Revolución Industrial, en busca de trabajo y de la protección que supuestamente ofrecen las ciudades. Como resultado de estos movimientos, a veces desesperados, las bolsas de pobreza urbana son también considerables, y el crecimiento desorganizado de las periferias no sólo ahonda en la pobreza, sino en la marginalidad y en la inseguridad. Aunque las condiciones climáticas no dejan de empeorar, especialmente en el área del Mediterráneo, no se han articulado políticas adecuadas de fijación de población, aunque hay en marcha algunos esfuerzos, quizás tardíos, cuyo éxito está por ver.
El binomio campo/agricultura, o campo/ganadería, ha entrado en crisis por razones bien conocidas, pero, desde luego, no ayuda el endurecimiento rapidísimo de los factores climáticos, como decimos, constatables con datos en la mano. La gestión del agua escasa es otro de los parámetros que definirán el futuro. No son asuntos prorrogables: estamos contemplando todo esto en los telediarios, día tras día. La virulencia de los incendios, de las sequías y de las inundaciones no dejan lugar a dudas, aunque siempre aparezcan charlatanes contrarios a la evidencia científica. Acabamos de asistir a episodios muy tristes en España, con la pérdida de vidas a causa de las riadas, algunas vidas jóvenes, algo muy difícil de aceptar y de soportar.
Una vez más, todos los males se ceban con la fragilidad, con personas anónimas de las que luego poco o nada sabemos. Porque el mal empieza de verdad más tarde, con el dolor que no se va, con el olvido permanente. Personas que no sólo pierden sus modos de vida, sino que ven destruido su futuro y su ánimo. Para ellos la reparación económica, si llega, algo que algunos políticos esgrimen como la solución a todo, nunca será suficiente, porque el mal ha sido más profundo y quizás han perdido lo que ya no se puede recuperar. ¡Y aún hay que escuchar que la Aemet ha de tener cuidado sus alarmas meteorológicas! ¿Acaso nos molesta? ¿Acaso molesta a quienes no toleran, al parecer, que cambien su agenda y su rutina de Primer mundo?