Si el deber del ciudadano es cumplir las leyes y el de los jueces hacer que se cumplan, parece un contrasentido hablar de la inmoralidad de la ley. No siempre sucede, pero también puede haber y hay leyes inmorales. Vamos a poner un supuesto hipotético y descabellado. Un señor comete una violación y, de acuerdo con la ley, debe ser castigado. Pero supongamos que un parlamento corrupto aprobara por mayoría absoluta que violar a una persona es legal y no puede ser sancionado. En éste caso ¿qué deberían hacer los jueces, si su deber es aplicar las leyes? Alguien dirá que se podría recurrir a instancias superiores, como puede ser un tribunal constitucional. Supongamos de nuevo que dicho tribunal está de acuerdo con lo aprobado por ese parlamento corrupto. Por muy legal que fuera todo, no dejaría de ser inmoral. Es lo que sucede también con el aborto. Por muy legal que sea, es destruir una vida humana inocente. Nos encontramos ante lo que se llama «positivismo jurídico», muy de moda en la España actual.
Pero pasemos a reflexionar sobre ejemplos reales más recientes. De un tiempo a esta parte hemos venido observando cómo en España se están elaborando leyes no tanto basadas en la verdad, la justicia y el sentido común, sino en función de intereses personales y egoístas de algunas personas. Tenemos un claro ejemplo en el afán del Presidente del Gobierno de complacer a los separatistas a fin de que le mantengan en el poder, a cualquier precio, cambiando las leyes para que deje de ser delito lo que antes era merecedor de condena.
Pero estos ejemplos siguen proliferando. De un plumazo el Tribunal Constitucional legitima el robo de millones de euros hace algunos años desde la Junta de Andalucía, convirtiendo en bueno lo que es intrínsecamente malo. Pero más recientemente se está intentando aprobar una ley para que no se puedan llevar a la justicia asuntos como los que están afectando al entorno político y familiar del Presidente, con efectos retroactivos. No cabe mayor hipocresía por parte de quienes se consideran abanderados en la lucha contra la corrupción y ahora tratan de tapar descaradamente la suya.
Es lo mismo que sucede cuando se quiere regular por ley lo que podamos pensar o no las personas o nuestra manera personal de recordar o interpretar la historia. Eso sí que es una auténtica dictadura que por otra parte no sorprende, habida cuenta de que el promotor de la llamada memoria histórica es el gran amigo del dictador más famoso del momento.