La noticia de mayor alcance entre las publicadas este verano en la provincia de León hacía referencia a la trascendental decisión tomada por los dueños del bar La Ribera de no servir ya tapas en la barra sino únicamente raciones en las mesas.Sí, yo también la leí, consternado. De su lectura, de la constatación de que se fue colando en todas las conversaciones, se pueden sacar más y mejores conclusiones que de cualquier otro sesudo análisis sobre lo que está ocurriendo tanto con el periodismo como con la hostelería, dos fórmulas tan conjugadas, a veces problema, a veces solución, que suelen acabar a voces.
Respecto a lo primero, fue el verano más plano informativamente de la última década. Nuestros dirigentes no amagaron siquiera con disimular que, como todo el mundo menos los jubilados y los que están en la oposición (últimamente hay que andar muy listo para diferenciarlos), también necesitan sus vacaciones; los pantanos acumularon agua suficiente para saciar la insaciable sed de los regantes; los fuegos no arrasaron tanto monte como otros veranos (dato para conspiranoicos: curioso que esto suceda cuando mejoran, al fin, las condiciones laborales de las brigadas); los migrantes resultaron no ser legionarios; ningún perro mordió a ningún niño ni ningún niño mordió a ningún perro; así que, por no haber, no hubo ni culebrones informativos. Tampoco el dramático balance de los muertos en carretera (¿qué está pasando?) consigue ya levantar a nadie de su asiento, como si fuera la música de una verbena macabra sonando en la distancia, el sorteo de los Niños de San Ildefonso repartiendo muerte, ni unas cuantas puñaladas en el Húmedo o en las fiestas de algún pueblo, así que los amantes del género de sucesos, que somos un poco todos, se tuvieron que conformar con el suicidio de una pareja de hosteleros asturianos que se arrojaron al vacío desde el hotel Riosol.Hasta terminar acertando con el abominable «como ya adelantó...», de la noticia se publicaron tantas versiones distintas en fugaces crónicas que la tragedia de esa pobre pareja llegó a parecer el suicidio colectivo de toda una secta. Hubo también un peregrino pirómano que, cerca del Teleno, sintió varios ataques consecutivos de celos por los incendios que allí provocan los juegos militares, mientras que un millar de personas, congregadas una noche frente a la Catedral esperando una aparición que fue viralizada sin haber sido anunciada, se ofendieron mucho porque allí no se les aparecía nada. Vamos, que hasta que llegó el taxista desequilibrado, o más bien la jueza que lo deja una y otra vez en libertad pese a su evidente peligro (nótese que aquí, por lo que sea, no me atrevo usar el mismo calificativo), esto era un absoluto aburrimiento.
Con este panorama, pues, la noticia de mayor alcance de este verano en León, lo que se entiende como un éxito periodístico en nuestros días, fue ‘La Ribera cierra su barra: «Aunque pagues más la gente no quiere trabajar»’. Con respecto al otro gran debate que abre un acontecimiento de tal envergadura, el de la hostelería, lo cierto es que el comentario más repetido entre los que volvían de sus vacaciones fue sin duda: «¡Pero si está todo más caro aquí!», da igual que llegaran desde Gijón, Sanxenxo o Conil de la Frontera, esos sitios tan frecuentados por leoneses que por sus respectivos paseos marítimos ya se saluda arqueando levemente las cejas. Antes volvías de vacaciones o de cualquier viaje y llegar a León era algo así como regresar a la cueva, estar a salvo, como ponerte las zapatillas de andar por casa y bajar la guardia sin temor a que te aplicaran un sablazo, pagando el café o el corto a precios razonables. Pero ahora ni siquiera sirven ya cortos, así que como para pedir un butano.
El centro de León se parece ahora a los centros de todas las ciudades, porque al final parece que Amancio Ortega es concejal de urbanismo en todas partes, pero en nuestra apertura al turismo, esa ingenua forma de aspirar a que vengan a solucionar nuestros problemas unos señores en sandalias y calcetines o directamente vestidos de piñas del Mercadona, parece que nos estamos centrando en el turismo exprés, el más sucio y ruidoso por querer obtener el mayor beneficio en el menor tiempo, atracar al visitante con vinos a cuatro euros y dejar que entre las tapas se siga propagando la dictadura de la patata. El resultado ha terminado desplazando al cliente local del centro hacia su barrio o su pueblo, en busca de los butanos que no pudieron ser. Por eso llama la atención que, ahora, los hosteleros amenacen con subir un poco más los precios porque les van a aumentar las tasas de las terrazas, lo que no deja de sonar a chiste cruel, bulling de barra, teniendo en cuenta que por sus terrazas pagan menos que hace una década y, en cambio, en todo este tiempo ya han ido subiendo los precios por la guerra de Ucrania, por el inestable coste de la luz, por el atasco en el canal de Panamá, la inflación que antes se aplicaba cada Nochevieja y ahora cada mes, por las consecuencias de la pandemia, de la desescalada, del nuevo convenio de los camareros, de la crisis del campo debido a la aplicación de la nueva PAC... o simplemente por redondeo. Al final los hosteleros leoneses nos están dando a todos un nuevo motivo, hasta ahora desconocido, para echar de menos las vacaciones: además de no trabajar, resulta que estábamos ahorrando.
Aunque muchos leoneses lo lleven por herencia en sus genes, aunque ningún periodista lo pueda aceptar porque así lo manda su oficio, aunque los hosteleros se consideren perjudicados por todo, a veces parece que aquí, pese a las evidencias, aún tuviéramos que aprender a gestionar la insoportable sensación de que no pase nada alrededor.