Me manda una Carta al Director una señora que, la verdad, yo creía que ya estaba muerta. Tanta filtración y contrafiltración se lanzan entre los periodistas madrileños para descubrir, a estas alturas, que el periodismo de investigación no existe sino que simplemente es otro acelerador de miserias humanas, ¡vaya una sorpresa!, que ya empecé a imaginarme paquetes bomba y cámaras ocultas, tantos muertos anunciados que sólo existieron en la imaginación de Iker Jiménez y sus intrépidos reporteros que pensé en reenviarles la carta para que me interpretasen señales llegadas desde el más allá. Aunque trataba asuntos de actualidad, las expresiones desprendían tanta nostalgia de la dictadura que sin duda les resultaría rancia incluso a los fachas de hoy, tan orgullosos como están de exhibir su tara, así que, pese a la epistolar resurrección, envié la carta a la papelera de reciclaje.Me quedé pensando en la cantidad de veces que, tomando un vino por el Húmedo, te sale al paso alguien que creías muerto y tienes que darle conversación, tratando de disimular la sorpresa con un «tienes buen aspecto» que, claro, a poco. Esta ciudad tiene algo de The Walking Dead. En realidad no tiene ni puta gracia.
Si algo me anima cada poco a abandonar mi profesión no son los pelmas ni las patéticas filtraciones ni los innumerables visionarios ni los endogámicos premios a la transparencia informativa, que le ronca..., sino pensar en la cantidad de obituarios que, con suerte, me quedan por delante. Cuando te dedicas a esto y muere alguien te pasa como a un músico a los postres: se hace el silencio y las miradas se te van clavando, a ver si te animas... Supe que en Estados Unidos, obviamente, hay una asociación de escritores de obituarios. Necrologistas se hacen llamar. Cuentan que estaban celebrando su cena anual cuando murió Ronald Reagan y salieron todos corriendo, como si fuera su última exclusiva, aunque todos confesaron que ya la tenían escrita y sólo tenían que añadir la fecha del deceso. Ahora en la mayoría de periódicos no quedan más que hombres y mujeres orquesta pero, en tiempos, cuando había un profesional especializado en cada sección, los necrologistas se anticipaban a los asesinatos, los suicidios, los accidentes y las enfermedades y tenían escritos muchos obituarios de personas que, por tanto, se puede considerar que estaban en el limbo. El necrologista de The New York Times, que aún conserva el cargo porque en el periodismo digital todavía se valora el género (con muchas reservas: tienes que resumir la vida de una persona en un minuto y un minuto después de que muera, aunque haya vivido un siglo y haya cambiado la historia de la humanidad), dice que tiene escritos unos 1.200 obituarios de personas que pueden morir en cualquier momento y que son internacionalmente relevantes.
Salvando las insalvables distancias, pensé en cuántos obituarios de leoneses debería tener yo preparados para prevenir posibles finados de relevancia provincial. La lista se hacía interminable porque, como ya he dicho, sin ser el niño de ‘El sexto sentido’ cada poco se me aparece alguien que pensaba que había muerto y, aunque hablemos del tiempo, siento que estoy haciendo la ouija. Pero cualquiera que conduzca por esta ciudad sabe perfectamente que los leoneses que se pueden considerar en el limbo, ni vivos ni muertos, están todos al volante y nunca ponen los intermitentes. Son los mismos del «a mí dejadme de telares que no quiero andar dándoles explicaciones a nadie» que explicaba la proliferación de cofradías y de pueblos cada 500 metros, que en este caso aplican el «no tengo que ir a ningún lado, pero saqué el coche del garaje por moverlo un poco, que de tanto estar parado el día que me haga falta igual no tiene batería». Toda una metáfora de sus vidas. Ese espíritu, más bien esa falta de espíritu, les convierte en especialmente imprevisibles en cada rotonda, cuya normativa sigue siendo para la mayoría una ecuación de segundo grado. El Ayuntamiento de León está tardando en desarrollar una tecnología en los semáforos que permita, además de enviar señales acústicas para que los ciegos sepan cuándo tienen que cruzar, un sistema que de alguna manera desfibrile a determinados conductores cuando tienen que reanudar la marcha, porque algunos tardan menos en cambiar de caja en el supermercado cuando se oye «vayan pasando en el mismo orden» que si se les pone en verde el semáforo de entrada al mismísimo cielo. Por más que las autoridades se empeñen en peatonalizar calles e imponer lo que tan presuntuosamente se llaman «calmado» del tráfico, aquí de calma al volante vamos tan sobrados que decir Zona 30 es toda una redundancia.
Y paso por alto a esos entrañables peatones que echan la mañana junto a un paso de cebra en una postura lo suficientemente ambigua como para obligarte a parar y, cuando lo has hecho, decirte con la mano que pases, que les da igual, que el único con prisa eres tú. Esa gente también vota.
En León contrasta el tamaño y el precio de los coches que circulan por las calles con las distancias y la congestión del tráfico, del mismo modo que contrasta cada informe del Instituto Nacional de Estadística (eso sí que son obituarios sin adornos literarios) con el balance de pisos vendidos y de hipotecas firmadas, del mismo modo que contrasta la cantidad de trapas definitivamente bajadas con el derroche de lucecitas navideñas. Quizá somos todos los que vivimos en esta provincia los que, en realidad, estamos en el limbo.