En algún otro sitio he escrito sobre la abigarrada firma de Donald Trump, esa que estampa, con dedicación casi pueril, en los infinitos decretos. Muchos son decretos decrépitos, a mi entender, otros tienen aire de venganza. Y, en gran medida, parecen el trabajo de un cobrador de facturas. Todo este ambiente de ‘bullying’ político que Trump y sus acólitos han desatado se fundamenta en esa firma firme que muestra al patio de butacas, con el orgullo de la rotunda rotulación, la caligrafía contundente. Con esmero impropio de su caos, va mostrando su firma guapi en los decretos enfundados en negro, ese placer de exhibir el poder como hacían los viejos reyes con el sellado imperial en lacre. Contemplándolo en la televisión, se diría que el magnate gozaba con el momento, porque un decreto firmado en público, con grafía ostentosa, tiene algo de acto orgásmico del poder satisfecho. Para otros muchos, los actos signatarios del magnate se parecen demasiado a una función circense.
En pleno frenesí arancelario y con una motosierra mental que pone en manos del recortador Elon Musk, Trump ha iniciado ya la campaña, sin esperar a nadie, ni siquiera a sus asesores, que tendrán que lidiar con la cuadrilla de bros tecnólogos de la que se ha rodeado, como una guardia pretoriana del chip. O sea, un grupito lindo de oligarcas que han decidido dominar el mundo, y, si se tercia, el espacio exterior. Hay fronteras, si, pero no para los ricos. Musk sueña con el cielo satelital y la vida marciana (no podrán soportar los marcianos tanta cosecha de narcisos), pero en la Tierra está dispuesto a convertirse en el gran influencer del universo ultra.
¿En qué momento se ha producido esta desastrosa conjunción astral? Pues en un momento de confusión, debilidad y frustración generalizada. Del miedo se alimenta la ralea de algunos nuevos dirigentes. El matonismo se extiende sin caretas, incluso con una carcajada, y con gestos ostensibles a la cámara (nada sin la mirada de una cámara, por favor), esos gestos tan ridículos como significativos. Una fiesta, en fin, para los nuevos validos, no necesariamente válidos, para los favoritos del poder, para los tecnobrós abrazados a la firma, puerilmente rotulada con mimo, por el nuevo jefe.
Estaba Trump firmando decretos y poniendo aranceles, tan calentito, cuando llegaron los chinos con su inteligencia artificial. DeepSeek. Los chinos tienen de todo. Cumpliendo con su fama, bien o mal ganada, de ser líderes en la imitación sencilla a bajo precio, se han sacado una IA que por lo visto sale a precio de bazar, dicho sea sin ofender. Tiene sus lagunas, por decirlo finamente, o eso aseguran los especialistas, pero no piensen que el resto de IAs son un dechado de inocencia y perfección. Trump ha presentado una cosecha de ideas retrógradas para alimentar a sus votantes y benefactores, pero los bros de la tecnología le han dicho que ni un paso atrás con estas cosas, porque sólo así se podrá dominar el mundo. Así que ha preparado una pasta gansa para la IA, o eso dijo la semana pasada, en plan ganar el futuro y tal, pero quizás no contaba con que en otros lugares del mundo también hay creatividad y mucho sentido del comercio. Ya irá viendo Trump que su frenesí proteccionista tiene también consecuencias indeseables, y que no es tan sencillo ser el puto amo, que diría el otro.
Es seguro que la terquedad trumpista, ese gusto por la superioridad, si no intelectual, al menos monetaria, va a sufrir muchos atrancos. Y sin duda no se lo tomará demasiado bien. No es gente que acepte un no por respuesta. Por eso el desembarco de DeepSeek, más allá de toda la incertidumbre que genera, y que es el signo de los tiempos que corren, tiene algo de golpe a la verborrea del magnate y a las ínfulas que se gastan algunos de sus acólitos.
Estamos hablando de recuperar el prestigio y el liderazgo tecnológico, en todos los terrenos, mientras se llevan a cabo esas incómodas tareas del ‘housekeeping’, ya saben, el abrillantado y pulido de las ciudades atascadas y oxidadas, el retorno de inmigrados desde el minuto uno, Guantánamo incluido, el proteccionismo feroz, medidas extremas, o más bien extremistas, entre el golpe en la mesa y la falta de toda empatía (recuerden a la obispa que encolerizó a Trump). Y así. Ahora mismo, empieza a acelerarse la guerra fría en el ámbito de la inteligencia artificial y el poder en los cielos satelitales. Lo que pase en el suelo casi es ya un asunto menor para los que vuelan con infinita soberbia allá donde los ángeles pobres no se aventuran.
La creencia de que funciona mejor el autoritarismo, o el matonismo, que la diplomacia, lleva a Trump a ejercer esta suerte de ‘bullying’ político y comercial, que puede afectar a cualquier país, pero, a lo que se ve, mucho más a sus vecinos (y pronto a Europa) que a su rival global, China. Sus razones, o sus intereses, tendrá. Trump funciona así, en la creencia de que posee una superioridad absoluta que, poco menos, debería convertir a una buena parte del resto del mundo en vasallos, o, al menos en dóciles comparsas que no osen llevar la contraria al tipo que corta el bacalao.
La irrupción de DeepSeek en el mundo hirviente de la inteligencia artificial generativa ha sacudido, para empezar, los mercados tecnológicos. La veloz caída de Nvidia ha sido un aviso para navegantes, pero, sobre todo, ha despertado a los magnates tecnológicos de la órbita de Trump de sus sueños de grandeza. Lo que parecía largamente dominado por los socios estratégicos del nuevo gobierno, tras inversiones muy destacadas, ha sido puesto en cuestión por este desembarco chino, del que ya había noticias. Desgraciadamente, Europa, también en esto, parece estar retrasada. Pero los especialistas aseguran que hay tiempo. Hay que considerar que la inteligencia artificial puede convertirse en una herramienta poderosa para mejorar la vida, pero también para empeorarla. O para diseminar ideas peligrosas en contra de la democracia. La Unión debería ser garante de la libertad en esta revolución tecnológica. Y algunas medidas así lo indican.
Las influencias perniciosas se ciernen sobre Europa. Se busca la división y la caída. Alemania (dicen que gracias a Merkel, que volvió un momento) acaba de evitar la aprobación de la ley antinmigración, que implicaba el voto de la derecha tradicional con la ultraderecha, esa que tanto apoya Elon Musk con sus redes. No ha sucedido esta vez. Pero resistir a estos olímpicos embates no será tarea fácil. La confluencia de la Inteligencia artificial y estos tiempos tan estúpidos y feroces empieza a ser preocupante.