07/05/2023
 Actualizado a 07/05/2023
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«No sé si lo he dicho: mi madre es pequeña y tiene que ponerse de puntillas para besarme. Hace años yo me empinaba, supongo, para robarle un beso. Nos hemos pasado la vida estirándonos y agachándonos para buscar la medida exacta donde podemos querernos».

Es inevitable empezar hoy con un poema dedicado a las madres. Elijo ‘La medida de mi madre’ de Begoña Abad por la sencillez y belleza con que condensa la vida en tres líneas y dos gestos: estirarse y agacharse, transformando la infancia en vejez. También recurro hoy a este poema por la profesión de su autora, portera y poeta, «abridora humilde de puertas y almas» como ella misma dice, maravilloso oficio el de recibir a los vecinos cuando cruzan el umbral del edificio, en peligro de extinción en tiempos dominados por cámaras, controles remotos, luces abriéndote camino y puertas cediendo ante ti, como si te estuvieran esperando. Inteligencia artificial lo llaman.

Buena la ha liado uno de los creadores de que esa inteligencia artificial amenace con leernos el pensamiento, alertando de los peligros que supone y augurando futuros apocalípticos si el asunto no se ata corto. Advierte que podrían llegar a superar nuestra capacidad intelectual y poner en riesgo nuestra libertad, integridad, dignidad y todo lo acabado en ‘dad’ que pinte mal. Parece que lo de desnudar cerebros es bastante cuestionable. Sin desmerecer el trabajo de nadie, y menos de científicos, después de leer varios artículos sobre inteligencia artificial, empiezo a sospechar que quisieron decir inteligencia maternal. Si una aspiradora es inteligente por ser ‘capaz de escanear el tamaño del espacio que debe limpiar, memorizar su distribución, identificar obstáculos, seguir la ruta más eficiente y encontrar su base cuando termina de limpiar o está baja de batería’ es que no han visto a una madre abriendo la leonera del chaval, localizar de una sola ojeada el calcetín ‘descamellado’ de la última lavadora, las pelusas de la esquina, el jersey que dijo haber olvidado en el colegio y de dos brazadas, recoger aquello, ventilar, desalojar el cuarto y ponerse en modo ahorro de batería para durar el día y enchufarse a la noche. Madres que superan a la cámara más inteligente porque su instinto capta los resquicios donde sus hijos guardan dudas y secretos, incluso antes de que los muestren.

No. No hay domótica más certera que ellas. Ni termostato más económico que su regazo, ni báscula más precisa que su mirada al regreso del hijo, por breve que sea la ausencia, calculando en nanosegundos los gramos que adelgazó y antes de acabar los saludos, ya calculó qué hay en la nevera con algo de sustancia para recomponer aquel cuerpo. Y de puertas afuera tampoco había necesidad de tanto invento, las cámaras inteligentes llevan toda la vida tras el visillo de enfrente, aunque no se llamen ‘cookies’ ni tengan el descaro de decir que te espían para hacerte el favor de conocer tus gustos y meterte en el buzón la publicidad que necesitas.

Cuanto más leo sobre esa inteligencia artificial «capaz de analizar gran cantidad de datos en menos tiempo que los humanos y tomar decisiones con más celeridad» más convencida estoy de que hablan de las madres. Creo que esos científicos deberían estudiar la figura materna cuando, a diez minutos de salir hacia el colegio, descubre húmedo el chándal del hijo, en día de partido. Chándal que llevará puesto, seco y a la hora en punto, sin que se haya descubierto cómo lo hizo. En los enigmáticos encuentros de Asilomar, además de científicos hablando de almacenar datos, procesar y ser resolutivos, hace falta una madre de las que echan levadura al día y le sacan treinta rebanadas. Las que organizan tres armarios, un viaje y los albaranes de la oficina al mismo tiempo. Almuerzan con amigas y tacones, picotean con compañeras de trabajo, meriendan con deportivas sobre un cuaderno de matemáticas lleno de migas y cenan con zapatillas, marido y vino tinto.

Podría admitir toda la inteligencia artificial del mundo para liberarnos de labores farragosas. Que limpien lo que quieran, que suban y bajen persianas y conduzcan coches, pero lo de meterse en cerebros ajenos, mejor no mentarlo. Los objetivos médicos argumentados serían fantásticos si quedasen en el terreno de la medicina, pero la ambición humana es grande y que frenen ahí la cosa no acaba de creérselo ni ellos. Lo de leer pensamientos queda reservado a madres, como ocurrió siempre. Las que te empiezan el puzle y desde entonces, saben la pieza que te encaja o te hace falta. Las asistentes de voz casi tan invisibles como Alexa o Siri, que llevan toda la vida dando soluciones por control remoto ante el eterno mantra paterno de «lo que diga tu madre». Si todas las funciones descritas dan a estos aparatos categoría de inteligentes, debería hacerse justicia porque leer los pensamientos ajenos, procesar problemas y buscar soluciones rápidas, es la llamada Inteligencia Natural materna que viene de l’as cavernas. Existiendo madres, el mundo nunca correrá peligro.
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