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Iván Solà y los cocinillas

05/01/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Tuvimos la suerte de crecer en un hogar generoso. La gran fortuna de tener unos padres que recibían a todos los que venían a casa como si fuesen uno más de la familia. Y así, cuando mi hermano y yo salimos fuera a estudiar y volvíamos a ver a los jefes –y a reponer mimos y tuppers– lo habitual es que viniésemos bien rodeados. Recuerdos imborrables de fines de semana o vacaciones con unos anfitriones maravillosos que se desvivían porque disfrutáramos de todo lo que significa el calor de la familia. Gracias, papis.

En cuanto Víctor se aficionó a los fogones, empezó a venir acompañado de otros aspirantes a cocinillas o conocedores del mundo del vino, que con los años iban convirtiéndose en apasionados de la gastronomía ya profesionales. Todos loquísimos, en el sentido que yo le doy a la bendita locura. Gente abierta y desinhibida que amaba lo que hacía y sabía disfrutar y vivir la vida, cada uno a su manera, sin prejuicios, sin contemplaciones.

Por aquí pasaron Carlos el gallegoalemán, yel belga Etienne –mi guiri favorito–, y el mallorquín Cristóbal, y Perico el sevillano, y los mexicanos Ana Daniela, Álvaro y Sharay... O Fumi, aquel japonés zumbadísimo que creíamos que no entendía nada y sólo comía y bebía, sin fondo, hasta que antes de irse de León vimos que, para nuestra perplejidad, dominaba el español. Qué gente tan majísima, y qué lujo haberme contagiado un poquito de su pasión gastronómica y líquida (contodos ellos, gracias a Víc, empezó todo... Suerte es poco).

Iván Solà merece un capítulo aparte. La mano derecha del maestro Santi Santamaría –DEP– es uno de los mejores cocineros y personas que he conocido nunca (si digo chef, me arrearía). Payés, catalán, extremadamente humilde y peculiar era este tipo brillante y sencillo que te dejaba boquiabierto con sus platos. Un genio de la cocina este chaval introvertido y generoso que trabajó con Víc en Can Fabes y con el que tan inolvidables ratos pasamos por Barcelona, Santceloni, León o el Bierzo. Comiendo, bebiendo, riendo, aprendiendo tanto de su locura... Por eso, la muerte repentina de Iván (41) es una de esas cabronadas inexplicables de esta vida. Una sacudida bestial para los que tuvimos la suerte de cruzarnos con él.
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