«Si alguna vez escuchas los vientos tarareando varias melodías a la vez y silbando suavemente, ahí está el pueblo de Kongthong. La melodía que lleva el viento no es otra cosa que ‘la canción de la madre’». Lo cuenta Shidiap, una mujer de la etnia Khasi, en un vídeo que muestra a un pueblo empeñado en conservar una tradición, como nosotros conservamos nuestros calechos, hilas y filandones. Leyendo un artículo de Carmen Macías en el Confidencial (2021) tropecé con la historia, que de tan bonita parece fantástica, de la tribu india Khasi, donde los nombres de las personas son canciones. Por eso, en aquella aldea, a los sonidos de la naturaleza se unen notas sueltas parecidas al canto de los pájaros que, en realidad, son conversaciones humanas incluidas en el lenguaje de la tierra. Melodías que son sus propios nombres, una canción inventada por la madre para el hijo que espera. La tradición se llama ‘canción de la madre’. Aunque la actualidad la haya ido borrando, como ocurre con todo, dice la mujer Khasi que aún se conservan unas quinientas melodías y aunque los habitantes ya utilicen nombres reducidos a una palabra, como cualquiera de nosotros, «los adultos todavía se llaman con cariño por sus melodías personales».
Pocas cosas, salvo esas guerras que ya oímos evitando mirar, consiguieron alterarme este verano como la noticia de que el Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, ese que se ocupa de ordenar el bien y prohibir el mal en Afganistán, dedicó otras cien páginas y treinta y cinco nuevos artículos a leyes sobre el vicio y la virtud. Todo eso han necesitado los talibanes para prohibir el sonido de la voz femenina en los espacios públicos, ‘por respeto a las normas Morales’ (Moral con mayúscula, ponen). Una mujer o una niña afgana ya no puede hablar, ni recitar, ni cantar en público. Hasta tienen que cuidar el tono de voz en casa, para evitar ser oídas por los vecinos. Hijabs, pañuelos, prisiones de hilo para ocultar sus cuerpos, a lo que ahora sumamos bozales para guardar silencio. Fantasmas de mil colores deslizándose silenciosos por las calles, sin poder viajar solas en transporte público, ni preguntar a la hermana que viene cruzando la calle, cómo se encuentra, ni enseñar la sonrisa que lleva escondida, al abuelo sentado a la puerta. Mujeres viviendo en jaulas de hilo, sin vuelo posible.
Aunque los relatores de la ONU hablan de segregación y marginación y las definen como sombras sin rostro ni voz, buscando reacciones sobre lo ocurrido, encuentras la fría declaración de la jefa de la misión de la ONU, de apellido imposible, lamentándose de que el sonido de una voz femenina fuera del hogar se considere una violación moral. Y donde esperabas oír una crítica severa y el anuncio de medidas drásticas y radicales, prohibiendo esta vejación hacia las mujeres afganas, lo que intuyes oyendo a la jefa de apellido imposible, es que lo han asumido y aceptado sin más, calificándolo como «una visión angustiosa del futuro de Afganistán». Y ves lo solas que están en su lucha, una vez más, las mujeres afganas. Si hace dos años la melena de Mahsa Amini hizo que cientos de ellas se cortasen el pelo en las redes sociales, hoy regresan cantando y recitando en las mismas ventanas, como acto de rebeldía porque se les exige silencio. «Los talibanes han impedido mi voz, mi rostro, mi mirada y mi presencia. Ven y sé mi voz». Esta semana, mujeres afganas, que en un día fueron líderes en su país, les dieron voz ante la ONU, acompañadas por la actriz Meryl Street que protestó de forma maravillosa porque es inadmisible que tenga más derechos una gata que su dueña, pudiendo salir al porche y recibir el sol en la cara. Que tenga más derechos una ardilla que una niña, a la que han vetado el parque, y que puedan cantar los pájaros mientras las mujeres y niñas afganas lo tienen prohibido.
Parece imposible que esto ocurra en el mismo mundo en que Shidiap, la mujer india del reportaje con el que arrancamos, cuenta que «en el patio de recreo o antes de acostarse, las madres cantan una versión corta de la melodía. En la jungla cantan una versión más larga para comunicarse con los hombres que faenan en el campo». Usan este lenguaje en la montaña para evitar que los espíritus puedan seguirles la pista. Quizás fuera buena idea que las indias khasi enseñen su idioma a las mujeres afganas para que puedan hablar como los humanos, en las calles y cantar ‘la canción de la madre’ a sus niños en los patios, en los parques y en sus camas, y que esos entes llamados talibanes las confundan con los pájaros. Que una madre diga el nombre de su hijo a gritos, que una niña vaya al parque de la mano de su abuelo, que la abuela tarareé una nana que oiga todo el edificio, jamás podrá prohibirse ni en público, ni en privado, por ningún dios y por ningún humano, salvo en este mundo que nos esta quedando.
«Los talibanes han impedido mi voz, mi rostro, mi mirada y mi presencia. Ven y sé mi voz».
Y yo vengo y soy su voz.