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El ‘jevi’ de Correos

09/06/2024
 Actualizado a 09/06/2024
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En algún momento supe su nombre. Me suena que era uno bastante común, pero tampoco hacía falta memorizarlo, porque todo el mundo lo conocía como «el jevi de Correos». La indumentaria no dejaba lugar a dudas: chalecos vaqueros de esos que una vez fueron una cazadora, hasta que arrancaron sus mangas; chupas de cuero que en realidad debería ser polipiel; zapatillas Paredes o alguna otra marca ‘de proximidad’; y esos pantalones con tendencia al pitillo y que terminaban de crear su reconocible figura.

Te lo solías encontrar, o más bien él te encontraba a ti. Sobre todo cuando ibas hacia Independencia desde el Conservatorio. Te veía a lo lejos y ya le oías cómo te llamaba, animado por tus andares juveniles. Con los dramatismos de esta época, se empieza a hablar de «personas en situación de calle» para tratar de contrarrestar las resonancias del antiguamente común «mendigos». Él no encajaba ni en una ni en otra acepción. Sencillamente te pedía unas monedinas «para unos litros» o algún ‘piti’ o, incluso, algún otro producto a mayores. Lo hacía con bastante gracia, el jodido, y como te despistases te quedabas pelando la pava con él.

Para la mayoría de los chavales de mi generación, ésa era la interacción más habitual. Hubo quien intimó más con él y supo datos de su biografía, que no era todo lo agradable que debiera para tener tan buen humor. Pero yo tuve la suerte de tener una novia que vivía encima del Garbanzo Negro, en una buhardilla en cuyo portal de enfrente residía él. A veces salíamos al tejado, con gran riesgo para nuestra integridad física, para contemplar las estrellas y esas cosas románticas. Y entonces le veíamos, a él y a su novia, en una casa no mucho más grande que aquella donde estábamos. Confesaré que esperaba asistir a alguna escena sórdida, pero me los encontraba charlando, él sentado y ella tumbada en la cama, mientras fumaban.

El deseo de viviseccionar hasta el último aspecto de la realidad podría llevar a uno a pensar en la honestidad de aquel pedigüeño, que no te vendía la burra con que tenía seis hijos o que necesitaba tal o cual alimento. De hecho, en alguna ocasión me llegó a ofrecer de su cartón de vino para beber cual porrón o bota: ése era el objetivo de su actividad urbana. Hace mucho que desapareció y me gustaría saber qué ha sido de él. En este tiempo, por desgracia, he asistido a que muchos indigentes de las zonas turísticas han depurado la técnica de aquel hombre con la ayuda del marketing más deshumanizador para poner delante de ellos varios cestos en los que el transeúnte pueda ‘decidir’ el destino de sus monedas: para comer, para alcohol, para fumar…

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