12/03/2025
 Actualizado a 12/03/2025
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Lo cierto es que la necesidad de medir y cuantificar lo que hay a nuestro alrededor no parece ser algo ocasional para el ser humano. Medimos y cuantificamos desde que somos lo que somos y esa capacidad, junto con la manera de hacerlo, dice muchas cosas de nosotros. Por ejemplo, los nicobareses calculaban la distancia que había entre dos puntos midiéndola en el número de cocos que necesitan para hidratarse en el trayecto. La cantidad de cosas que se me ocurre pensar, en cuanto a esta práctica, acaba construyendo en mi imaginación al tal nicobarese. Porque sin duda su manera de medir, está estrechamente ligada a su contexto, a su conexión con su entorno.

También, es posible, que esta especie de T.O.C, que es medir y cuantificar, suponga para nosotros el más sutil de los síntomas de ingenio. Aquel que mide se predispone a evolucionar, a mejorar, a entender lo que acontece a su alrededor. Así que medir se impone, y así lo entendemos, como un vehículo hacia la transformación positiva, y la falta de recursos para hacerlo con objetividad nunca nos ha echado para atrás. Aunque… habría que definir objetividad, para saber si verdaderamente su falta o su exceso, es una variable a tener en cuenta en la ecuación de la justa medida. Y permítanme explicar esto último:

Sin estar tan lejos de los cocos del nicobarese, tenemos en la península ibérica la famosísima vara de medir, que se vino utilizando hasta el siglo XIX, sobre todo, en la industria textil. Y el hecho de que no midiese lo mismo en Teruel, que en León o en Alicante no mermó, ni un ápice, su efectividad.

Para que se hagan una idea, la vara ideal era la vara castellana, que medía exactamente tres veces el pie castellano. Puede comprenderse, otra vez, lo surrealista y encantador que puede llegar a ser medir. Y lo satisfecho que se puede sentir el medidor cuando, en menos que canta un gallo, saca tres varas de pana para la modista que tiene su taller a tiro de piedra del almacén de telas tardando un suspiro en llegar a él cada vez que tiene un encargo.

¿Por qué no van a ser prácticas y perfectamente operativas las acotaciones por aproximación? Y quizá infinitamente más realistas. 

Cosas de la vida, porque la ciencia juega en otra división. Y nótese la irónica, como si la ciencia y la vida fueran dos cosas distintas. Fijense:

El kilogramo es la última unidad fundamental cuya definición dependió de la magnitud de un objeto físico. Y fue así hasta que la comunidad científica descubrió que el Prototipo de Kilogramo Internacional (IPK), empleado para calibrar los patrones oficiales de la unidad de masa había fluctuado y sin dejar de ser kilogramo –ya que por convenio no puede haber incertidumbre en su valor– había variado, con el tiempo, en 50 microgramos. Es decir que, poniéndonos exquisitos, un kilogramo no ha sido un kilogramo, casi nunca.

Así que, a partir del 2019, la comunidad científica decide, para evitar en la medida de lo posible esta inexactitud, que la unidad de masa no es un objeto físico, sino un valor derivado de una constante de la naturaleza. Bienvenidos a la locura. No digo que esto no encierre su lógica, por supuesto que no digo eso, sobre todo cuando ya sé, desde que conocí la historia del nicobarese, que la lógica tampoco es una máxima inquebrantable y depende, fundamentalmente, de su contexto. Y de la misma manera que le construí a él desde su forma de medir a fuerza de cocos, también construyo a este otro que desecha la originalidad de que el peso sea la masa por la fuerza de la gravedad (es un decir), convirtiéndolo en una constate de la naturaleza. 

Es el mismo ser intentando atrapar a una mariposa llamada caos. Siempre bienvenido en su tenacidad, incombustible al desánimo o quién sabe si producto de él.

 

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