Cuando una va llegando a cierta edad tiene conceptos fundamentales sedimentados en el cauce de los días, que se vuelven inamovibles. En realidad, son hechos expuestos a la inclemencia de la vida que han aguantado, mejor o peor, la erosión diaria y se van consolidando pasando a formar parte del paisaje personal, intransferible.
Dónde y cuándo lo dulce se convirtió en amargo, lo fresco en atorrante, lo ligero en pesado y cuándo se ha perdido, en ese vaivén, aquella importancia capital que tanto nos hizo sufrir y, al mismo tiempo, tantas satisfacciones nos dio.
Pasando por todos los estados imaginados, permanecen, ahora ya solo permanecen: el marido, la amiga, la madre, la hermana, el hijo, el padre, el hermano. Y no solo las personas, sino también las cosas, las que supusieron objetivos incuestionables, como conseguir una vida coherente, un trabajo que la consienta, una casa que sea nuestro castillo o el saber que satisfaga nuestro ser curioso… y poco más.
Adheridos al fondo y despojados del mito, conceptos y hechos se muestran como lo que son: el lecho de un río por el que circula la vida sin pausa, y espectaculares, cual accidente geográfico, cuando se trata del mapa de la vida. Fuera de ese contexto, nada son…
Y una viaja por los días de su vida deslizándose por este bagaje ineludible, pero atenta a otras cosas que, de pronto emergen como si fueran estereografías de una vieja foto que desde hace años llevas en la cartera y que contiene todos los hechos y conceptos más los que nunca supiste ver, por obvios.
De pronto, lo que era una aburrida tarde de sábado leyendo, por no tener mejor plan, se magnifica tras la lectura de la última novela de Maggie O’Farrell. Y qué me dicen de espolear los sentimientos en la expresión exquisita de Gaultier Maldè…Caro nome (o de Lady Gaga, que tampoco hace falta ponerse memas) mientras una copa de vino blanco hace el resto. Y cómo no emocionarse ante la sola idea de un cuenco de palomitas, comidas a puñados, delante del Al este del Edén. O de un paseo por la parte más fetén de la ciudad…
Pero saben de qué es de lo que más disfruto mientras me deslizo por el caudal que con tanto mimo he urdido día tras día, pues de la buena educación. De esas personas que, en un ejercicio de empatía desinteresado y maravilloso, son capaces de sonreír a cambio de un simple «buenos días»; de tender la mano y parase un instante para remediar un tropezón; o de disculpar con buen talante una torpeza, incluso entenderla sin dejarla trascender y de olvidarla al instante.
Disfruto de todos aquellos que trabajan su empatía cada día hasta en los más mínimos detalles estableciendo una conexión emocional con los demás, veraz, delicada y ¡anónima! De quienes, sin juzgar, manejan su bagaje de conocimientos con pericia para comprender al otro más allá de cualquier consecuencia. De todos los que, presintiendo el dolor o la alegría, los dotan de una veracidad incuestionable; verdad y emoción contenida que va a durar lo mismo que una flor del hielo bajo el primer rayo de sol del amanecer. Lo justo, ni más, ni menos.