24/07/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Mi hermana y yo formamos con mi madre un trío insólito: ella, mi madre, se ha debilitado mentalmente hasta el punto de convertirme en su marido y a mi hermana Mari Luz en una tal Abundia, pariente lejana, dice, de una tía suya. En vano hacemos lo que podemos para mostrarle nuestra identidad: mi madre, erre que erre, va descubriendo nuestra procedencia con una sabiduría que nos confunde porque, en un momento determinado, hace que mi hermana y yo nos miremos a la cara, como preguntándonos si puede llegar a ser real esa extraordinaria demencia en una mujer que recita versos, hace ganchillo y niega con la cabeza cuando aparecen en la pantalla de la televisión los políticos: todo ello con tal naturalidad que a veces nos trastorna, porque llega ella a un punto de seriedad y cordura en los que podría llegar a convertirnos, ya digo, hasta en sus progenitores.

Mirándolo bien, el hecho de que llegue a ‘convertirme’ en su marido (todo el mundo, no sólo ella, deja bien a las claras mi identidad física con Manuel, el ferroviario) me enorgullece; pero que a causa de ello trate de echarme en cara, a las primeras de cambio con una contundencia que no admite réplica, las recordadas actuaciones como fumador, bebedor o jugador de cartas de mi padre, es para tomarse en serio el asunto.

Ante dicha avalancha de disfunciones prevengo a mis hijos, no vaya a ser que lo que observo como desgraciada sorpresa en la actuación de mi madre, lo relacionen con el juerguista que siempre fui y me dejen tirado en la cuneta, como quien dice.

De manera que me pongo en el lugar de mi padre, e imagino idéntica relación con ellos, con mis hijos, pero no encuentro ni pizca de gracia en las respuestas sin sentido que mi madre ofrece, bien es verdad que no habrán de ser muy diferentes a las que yo brindaré a los míos, algo que ellos ya van intuyendo en mis ocasionales despistes, y de los que me advierten sin pudor: «Papá, vete a ver a los del Alzhéimer».

No es para echarse a reír, ni mucho menos, a causa de esta especie de desmemoria que aparece cuando uno ha cumplido ya los años en los que para lo único que puede estar de acuerdo, si acaso, es para aceptar de buena manera las afrentas de sus nietos, y entonces, también, cuando le da por enredar con esa trama jugosa del olvido, como si el hecho de perder a menudo las llaves, el sombrero o la cartera se convirtiese, sin más, en carcajadas de una mala racha o un sinsentido del destino. Si además añadimos a ello los apuros que ofrece el resultado de tales despistes, ni te cuento.

Cuando llegué al centro de alzhéimer de la calle José Aguado, donde he solido siempre acercarme con mi hermana para informarme de los problemas de mi madre, han negado con la cabeza, pero no para decirme que no podían atenderme (nunca he visto mejor disposición que la ofrecida por las profesionales de ese centro), sino para insinuarme en un momento determinado cuando les hablé de mis despistes –medio en serio, medio en broma– que lo tienes claro, chaval, vas por el camino que conduce a este centro.

Así que aquí me tienen, recurriendo como siempre a mi amigo Juan ‘Pispajo’ (cómo no) para transportar un frigorífico a Llamas de Rueda donde se encuentran ellas, mi madre y mi hermana, dispuestas a pasar un verano feliz: mi hermana ha plantado cebollas, lechugas, berzas, calabacines, puerros, tomates… y nos recibe con esa alegría desmesurada que identifica a quien está libre de toda culpa, gesto que refleja su rostro alegre, entusiasmado. No importa si ella, al abrir el frigorífico de marras, descubre restos de un cartón de vino que se me olvidó limpiar; o si, al compás de la llamada insistente de su madre desde el salón, dice ya voy mamá, mientras trata de atendernos alborozada, como si en ese momento fuésemos los clientes vips del asunto.

Allí las dejamos –felices y contentas, no puedo describir de qué otra manera–, y regresamos a tomar las cañas al Puente, donde la pícara Mayra, en cuanto nos ve, zarandea mi sombrero con esa especie de burla que agradezco: se lo dejó usted aquí, don Manuel, dice en voz alta, para que todos certifiquen, tanto mi falta de cordura como mi veteranía, no importa si trato de apaciguarla bajando las manos y la cabeza reconociendo mi error para evitar otros inconvenientes con los que, bien sé yo, estará dispuesta a batallar el tiempo que haga falta. Juan ‘Pispajo’, como siempre suele hacer en estos casos, no duda en ponerse de su parte, y los demás clientes del bar –Gelo, Zequi, Isidro, Cuco…– me miran de reojo, como pensando si no será cierto que al Cerebro –así me llaman los amigos–, se le estará yendo la olla cuando dice que jugó en el Real Madrid y que más de una vez besó a la reina Letizia.
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