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La estatua de los atrincherados en Baler

16/03/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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En las vías públicas de las ciudades y en las actas de las sesiones municipales no deja de estar presente la historia de la nación, o, al menos, hechos significativos de la misma. Estatuas y lápidas conmemorativas, nombres de calles –con asignaciones gremiales hasta muy avanzado el siglo XIX– se reparten por doquier, se suprimen y se reponen. La última dictadura dejó todo un rastro de generales en los principales parques y calles de toda España; alcanzada la democracia, con mayor o menor tiento y premura, han ido desapareciendo, a no ser en casos ya excepcionales.

En los últimos años, la irrupción en los ayuntamientos de corporativos que se autodenominan antimilitaristas, anticolonialistas, anticapitalistas, y unos cuantos ‘anti-’ más, viene ocasionando una nueva revisión de la estatuaria y callejero de sus poblaciones. Más allá de los propios del franquismo, con la sustitución de nombres de hijos de la ciudad, o de la nación, ajenos totalmente a cualquier dictadura, cuyas acciones, eso sí, fueron fruto del tiempo que les tocó vivir. Hasta el extremo, incluso, de cuestionar a españoles de gran valía y moralidad pública, como Antonio Machado.

De un tiempo acá, la atención respecto al cambio de nombres de las calles, de colocación de estatuas, la acapara el ayuntamiento de Madrid; para lo cual, no sin chocantes vicisitudes, cuenta con un Comisionado. Entre las propuestas para su renovado callejero se hallaba la del relojero Rodríguez Losada, a petición del pueblo cabreirés donde nació, Iruela. No ha sido este un primer deseo, pues el funcionario Amador Rodríguez a principios de este siglo ya comenzó su particular ‘cruzada’, con la solicitud de una calle, o bien nominar ‘Jardines Relojero Losada’ a las dos riberas del Manzanares. Todo indica que, durante una legislatura más, el ayuntamiento capitalino será desconsiderado con uno de sus más grandes benefactores.

Estos días la actualidad de los órganos decisorios del consistorio madrileño, respecto a esta suerte de homenajes tardíos, está centrada en los conocidos como ‘últimos de Filipinas’. He reparado en ello porque el escultor Salvador Amaya –hijo del astorgano Marino Amaya, que cuenta con numerosas obras en la ciudad bimilenaria, y La Inmaculada de León– acomete, para honrar su memoria, el modelado de una gran escultura, que ha de ser fundida en bronce. La iniciativa del reconocimiento a los soldados que, desconocedores o desconfiados del final de la guerra en Filipinas, se atrincheraron, durante 337 días, hace 120 años, en la pequeña iglesia del poblado de Baler, partió de la Fundación Museo del Ejército y se ha financiado por suscripción popular. Fue un asedio el padecido por este medio centenar de soldados, heroico; y una fidelidad a su patria digna de encomio.

A la hora de votar el pasado 11, por los ediles de Chamberí, el emplazamiento de dicha escultura de Salvador Amaya en su barrio, se pronunciaron favorablemente todos los partidos, menos ‘Ahora Madrid’ –podemitas y carmenitas–. Adujo su representante, Cristina Escribano, que aquellos soldados pertenecían «a un ejército colonial», y que no hay por qué «homenajear a las Fuerzas Armadas por cumplir su mandato constitucional», ni tampoco recordar «hechos de 1898». Nos ahorramos los recientes comunicados para marear la perdiz. La competencia última sobre este asunto corresponde al pleno municipal y la alcaldesa Carmena, una vez más, ante sus ‘variopintos’ concejales, parece decidida a postergar la decisión definitiva para la instalación de la citada estatua; su inauguración la tenían prevista para el 30 de junio. Fecha esta oportuna, en la que el país asiático celebra el Día de la Amistad Hispanofilipina, en virtud de un decreto de 1899, como reconocimiento a la heroicidad de los españoles de Baler.

Me pregunto si estos ediles de ‘Ahora Madrid’ conocerán las penalidades sufridas por miles de pobres soldados, reclutados como siervos de la gleba mientras otros de familias pudientes, previo pago (la redención en metálico o la sustitución), se libraban de ser alistados. Por recordar una realidad aleccionadora, en Astorga en el periodo de agosto 1898 / abril 1899 se vivió una situación dantesca, indescriptible por el estado calamitoso con que llegaban los soldados repatriados desde Cuba y Filipinas; desde los puertos gallegos eran conducidos, preferentemente, a esta ciudad, al contar desde 1896 con una segunda línea férrea, hacia Extremadura, la Línea del Oeste; los que se tenían en pie embarcaban en los trenes hacia sus pueblos de origen.

En la calle central del cementerio astorgano pervive un monolito, instalado en 1899 por la Cruz Roja, en honor a estos repatriados; algunos, pese a los cuidados en los establecimientos hospitalarios y otros habilitados, no pudieron superar las enfermedades infecciosas contraídas en esos países de Ultramar; sus nombres figuran grabados en este humilde monumento. ¿Cuántos no sufrirían y morirían de la ciudad de Madrid?

¿Odisea tal como la de los españoles de las guerras de Ultramar, simbolizada en los últimos de Filipinas, no es merecedora de una estatua, promocionada desde la propia sociedad? A buen seguro, a la mayor parte de la ciudadanía le satisface: pues respétese.
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