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La gestión del perdón

27/05/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Últimamente se oye mucho la palabra perdón. Hay quien reclama perdón y hay, claro está, quien no quiere otorgarlo. Hay quien lo ofrece y quien no quiere recibirlo. También quien se siente obligado hipócritamente a solicitarlo y, en justa compensación, quien hipócritamente parece concederlo. Hay quien lo exige sin que se sepan muy bien o se comprendan los motivos aducidos. Y hay quien se pasa la vida pidiendo perdón sin necesidad. Existe incluso, aunque muchos lo desconozcan, en asuntos penales porque el derecho legisla los efectos del perdón dependiendo del delito cometido. Podría, en fin, escribirse un ensayo (a lo mejor ya existe) que bien podría titularse ‘La gestión del perdón’. A mí me ocurre que cuando oigo muy repetidamente una palabra, esta termina por interesarme y, por ende, me genera una curiosidad que durante algún tiempo me pone en disposición de averiguar cualquier dato sobre su uso y origen. Creo que es algo que les pasa a la mayoría de los filólogos y que en muchas ocasiones depara interesantes sorpresas que suelen estar contenidas en el Corominas (que es como abreviadamente llamamos al insustituible ‘Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico’), en el María Moliner (un excelente diccionario de uso), en el Ernout/Meillet (un diccionario etimológico de la lengua latina), en algunos otros diccionarios etimológicos de lenguas romances o en recopilaciones de refranes. Uno podría pasarse la vida buceando en ellos sin caer en el aburrimiento, que es algo que muchos libros no pueden ni ofrecer ni garantizar. Completada la batida etimológica, podríamos decir que la palabra perdón fue una palabra relativamente moderna que tuvo la suerte, como muchas otras, de tropezarse con el cristianismo. El verbo del que deriva, perdonar, fue un vocablo que no usó la lengua latina de época clásica sino que apareció en la latinidad tardía con el significado de remitir deudas: regalarle al deudor lo que debía. Por eso el evangelista Lucas no lo puso en boca de Cristo. Ni tampoco fue el verbo elegido para el Padre Nuestro, donde se usó «dimitte debita nostra». Allí claramente se aludía a las deudas, que en los últimos tiempos terminaron siendo ofensas (que son más generales y menos concisas que las deudas). Y en ese jaleo léxico, el éxito del perdón fue subiendo como la espuma hasta convertirse en palabra común a la gran mayoría de las lenguas romances donde, además, su uso es prácticamente idéntico. Ahora pide perdón todo el mundo. El Papa de Roma por el caso de los abusos sexuales o por haberle hecho la vida imposible a Galileo. Los reyes de las monarquías por cazar a destiempo o ser maleducados con la familia. Los alcaldes por olvidar ajustar las baldosas asesinas (esas que le empapan a uno cuando llueve). Los obispos vascos por sus complicidades con el terrorismo. Los franceses porque no se le ha dado el ‘Balón de oro’ a Iniesta. Los ladrones, prevaricadores, estafadores o asesinos por sus delitos. Los ingleses por el trato inhumano a Alan Turing (que se suicidó). Hace un par de años la alcaldesa de Roma, sin reparar en el enorme anacronismo, pidió perdón en nombre de su ciudad porque Augusto había hecho mal desterrando al poeta Ovidio a Tomi. Piden perdón los presidentes de los gobiernos por no haber estado atentos a lo que se avecinaba o por los casos de corrupción. La palabra perdón, que rima con restitución, elección o dimisión y se acentúa porque es aguda terminada en ene, empieza a ser un tostón.
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