«La pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas. Iluminó incluso mi rebeldía. Para enmendar una indiferencia natural, me situaron a media distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo es bueno bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo. El mar y el sol son gratis». No recuerdo al autor de esta cita, quizás Erri de Luca, pero el mar y el sol son gratis. No me importa tanto el mar porque soy de río adentro, pero los caminos que llevan hasta el río, los cantos rodados que lanzo con mi hijo a ver quién llega más cerca de la otra orilla, ambas orillas, la corriente y el rumor de la corriente, los zapateros obrando el milagro de caminar sobre las aguas y el canto de un cuco no distante, todo ello es gratis, todo son riquezas de diario.
Yo no he conocido la miseria y tuve la fortuna de librarme de la abundancia y del derroche. Que nada sobre es un buen puntal en la forja del carácter. La luz es gratis, los caminos que llevan al río y que llegaban a los huertos. Muchos huertos estaban en la parte de atrás de aquellas casas en las que todavía se convivía con bestias y animales. Los huertos, antes de ser ‘ecológicos’, ‘saludables’, ‘urbanos’, los huertos antes de ser entretenimiento de jubilados o fines de semana de ciudadanos comprometidos con su salud, con su tiempo y con el medio ambiente, es decir, antes de ser un lujo, los huertos fueron necesarios. En esa necesidad de alimento, junto a las patatas, los repollos de berzas, los tomates, los pimientos, las zanahoria, alguna lechuga y el regalo de unas fresas para los niños o el enfermo de la casa, junto a esa necesidad de alimento, en los huertos siempre se guardaba un pequeño esquinazo cercano al adobe de la tapia que protegería, en el que se cultivaban alelíes, gladiolos, hortensias, dalias, margaritas. No faltaban las flores en los huertos, tengo el recuerdo de ese pequeño espacio reservado, retazos de surcos, para satisfacer la necesidad de la belleza.
Esas flores humildes, de tapia de adobe, cuya simiente se conservaba de año en año, eran la expresión más honrosa de la belleza y cultivándolas, regándolas con la última regadera, el hombre honraba la vida, el hogar y los altares. La belleza, las flores como un alimento del que no se puede prescindir, al que no se puede renunciar; los flores, plantarlas, como elemento definitorio de lo humano.
Y la semana que viene, hablaremos de León.
La miseria y la belleza
03/05/2023
Actualizado a
03/05/2023
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