Se ha amortiguado el gran ruido estéril de la identidad. Al menos por ahora. La sandía retórica que España lleva viviendo cuarenta y tantos años, justo desde la recuperación de las libertades democráticas, en las que el rey Juan Carlos tuvo el papel esencial, no se olvide. Desde que se puso en marcha un estado de las autonomías para que vascos y catalanes estuvieran más cómodos en Iberia. Y los gallegos, los valencianos, los canarios… El resto, pues bueno, se unieron a la fiesta.
Pero ese nuevo modelo, que partía de la lealtad imprescindible de todos los territorios, empezó a minarse a poco de ser estrenado. Con la muy católica complicidad del nacionalismo vasco teóricamente suave con los chicos que mataban a los inocentes por las calles. Y también esa lealtad se fue diluyendo desde la estrategia que articuló Jordi Pujol al frente de la Generalitat, ya desde 1980, con el único objetivo, entonces muy remoto, de crear una sociedad diferenciada del resto de España. La que se radicalizó en este milenio, con los aquelarres secesionistas que todos conocemos.
Ruido, zozobra, 155, desconcierto. Pero sucede que ha llegado el coronavirus, plaga con visos medievales. Suceso que descoloca todos los escenarios sociales de España. En el país de los insaciables regionalismos que dieron en considerarse nacionalismos, a la yugoslava usanza; en la nación que lleva unida un montón de siglos, ha aparecido un brutal elemento unificador. Porque los independentistas de Girona, los fundamentalistas gallegos, los valencianistas que querrían ser catalanes (un caso de psicología social), los canarios separatistas, los vascos de la sangre y de la raza y todos los demás, estamos en el mismo barco. El de la casa de cada cual. El barco del aislamiento y la preocupación. El mismo barco en Vic que en Toledo, en Melilla que en Mahón, en Cádiz que en Alsasua, en Cartagena que en Guernica. Todos en casa, viendo la televisión, escuchando las noticias, recordando que tenemos amigos en otras tierras de España, incluso parientes. Y que todos estamos en lo mismo: en salvarnos. En que la nación, tan apedreada desde siempre (aunque nadie puede con ella, ni parece que vaya a poder en las próximas décadas) supere esta desgracia. Cuyo precio será carísimo y cruel. Todos en lo mismo, mientras los gritos de la esencia y del odio parece que se van disipando. Por lo menos mientras dure la crisis. Aunque luego puede que las cosas no sean igual. Y eso también es una esperanza.
La nación en casa
22/03/2020
Actualizado a
22/03/2020
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