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La vieja cocina de carbón

08/12/2021
 Actualizado a 08/12/2021
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Morenas hasta en invierno, surcadas de arrugas y con una constelación de manchas. Cicatrices de guerras pasadas emprendidas contra una astilla y el filo de una navaja. Los nudillos engordados, las falanges torcidas y retorcidas y un meñique que nunca se acaba de estirar. El pulso rebelde, pero la solidez de quien ha empuñado la vida con todo lo que traía por delante. Al tacto, ásperas como la lija, duras como peñas. Tanto que ya no se queman, ya no se cortan. Pero sí se enfrían cuando arrecia el frío y hasta el tuétano se escarcha. Por eso al entrar, antes de caer sobre el escaño, se refriegan esas manos al calor de la cocina de carbón, esa vieja de latón y hierro negro rematada con dorados con la barriga llena de carbón y cuatro palos. Algunos la dieron en llamar la bilbaína, en otros lugares se le bautizó como la económica y todos la llevamos en la memoria porque era la de casa de los abuelos, la que ahora coge polvo en la cuadra o la que ya se llevó hace un tiempo el chatarrero. La transición no es justa, por mucho que se empeñen.

Internet me pilló el otro día buscando una de estas de segunda mano para desandar ese camino que desahució a las cocinas de carbón de nuestras casas y después se pasó unos días, como un chorlito resabido, recordándome que había hecho esa búsqueda infructuosa con una sarta de recomendaciones absurdas. No sirvieron para encontrar un bilbaína decente, pero en esas me apareció una foto con la que calenté los recuerdos. Un paisanico sentado en una silla se agarra de la barandilla de la cocina, esa que lo mismo servía para sujetar la rodea que para tender una camiseta amorosa que se tenía que secar. Mientras tiene los pies metidos en el pequeño hueco del horno, enfundados en unos buenos calcetines de lana y dentro de unas zapatillas de cuadros. Viste un mono azul y se corona con boina, como los grandes. Sobre los aros de hierro de la económica, que hacían las veces de fogones, un par de cazos de agua calentándose. Y junto a él está quien supongo su mujer, con bata también azul, arremangada en el fregadero. No era la cocina de mis abuelos, pero me vi sentada en ella y con ellos, al calor de los recuerdos, mecida por aquellas manos que todo lo aguantaban, hasta el fuego de aquella placa ardiendo. El calor no era la económica, eran los abuelos. Y ese ya no lo encuentro.
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