Casi todas las agitaciones políticas de períodos turbulentos en España han tenido un telón de fondo religioso. A este respecto, recomiendo la lectura de ‘La pólvora y el incienso. La Iglesia y la Guerra Civil (1936-1939)’, por ser un buen libro del benedictino catalán Hilari Raguer, en el que se expone con brillantez y documentada investigación el pulso ideológico entre laicismo y su reacción en España.
En la Iglesia Católica contemporánea ha habido grandes proyectos para afrontar la sociedad nacida de la Revolución Francesa y de las revoluciones que la siguieron. El primero fue el del papa León XIII, con sus 86 encíclicas y su acción diplomática reconocedora que la religión católica no debería estar vinculada a ningún régimen político y que, por tanto, podía coexistir con una república democrática, admitiendo la tolerancia de otras religiones. Pero aunque esto fue ya un gran progreso, no se trataba de una aceptación cordial de la democracia y el laicismo. Se mantenía la distinción entre la tesis del Estado confesional y la de la libertad del Estado laico y la libertad religiosa. El segundo proyecto fue el de Juan XXIII y su Concilio Vaticano II, iniciado en 1962, con la plena aceptación, sincera y como un bien positivo, de la libertad religiosa y todos aquellos valores de la sociedad contemporánea.
Echando la vista atrás, a principios del siglo XIX los ejércitos napoleónicos habían sido derrotados y expulsados de la península ibérica tras las batallas de Buçaco, Arapiles, Vitoria y San Marcial. Pero, por un fenómeno no raro en la historia universal (Grecia frente a Roma, Roma ante los bárbaros), los militarmente vencidos habían resultado ideológicamente vencedores. Así fue como las Cortes de Cádiz, tan patrioteras, estaban empapadas del pensamiento vanguardista al otro lado de los Pirineos. A pesar de ello, los españoles reaccionarios y los filósofos rancios se empeñaron en mantener intacto, a lo largo del siglo XIX y primer tercio del XX, el sistema de la unión entre la monarquía absoluta y la religión católica. Para el ultracatólico Menéndez Pelayo: «El catolicismo militante y belicoso era responsable de todas las glorias del pasado imperial de España, mientras que los valores laicos o más vanguardistas eran los responsables del declive del país».
Pues bien, recién inaugurada la II República en 1931, el catolicismo español estaba muy lejos, a juicio del padre Hilari Raguer, de una visión abierta y no llegaba siquiera a aceptar la hipótesis de León XIII.
El resultado del pulso ideológico fue aquel péndulo político que con violentos bandazos oscilaba del clericalismo al anticlericalismo, con las tres guerras civiles del XIX, hasta llegar a la más terrible de todas, la de 1936-1939. En las tres primeras la derecha fue vencida, pero la izquierda la trató con gran generosidad, hasta incluso la convalidación de los grados militares; pero, al ganar la derecha en 1939, la represión fue larga, implacable y brutal. La quema de iglesias fue, sin ninguna duda, absolutamente reprochable; pero no ir a misa tuvo en algunos casos funestas consecuencias.
En el curso del Concilio Vaticano II, el sector más franquista del episcopado español se mostró anacrónico defensor de la confesionalidad del Estado y se opuso obstinadamente a la proclamación de la libertad religiosa. Si así ocurría paralelo al Vaticano II durante la década de los sesenta del siglo pasado, no ha de sorprendernos que un amplio sector del catolicismo español no aceptara una treintena de años antes, en 1931, una república laica.
Laicismo y reacción
02/07/2023
Actualizado a
02/07/2023
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