Mi amigo Hilario Franco diseñó lámparas y las construyó artesanalmente para conjurar la primera guerra de Irak, aquella madre de todas las batallas según la calificó Sadam Huseín o aquella tormenta del desierto en versión promocional y militar por parte de los Estados Unidos. Frente a esas dos estridencias, Hilario nos regalaba lámparas que fabricaba con sus manos refugiado en una cueva del Sacromonte granadino, adonde había llegado como un sefardita desterrado por los Reyes Católicos tras su expulsión de la ciudad de León. Ahora que ya no está con nosotros, cuatro años hace, pienso en cómo reaccionaría Hilario ante tanta locura bélica y tanta demencia política general como las que padecemos.
Pienso en él porque me apena pensar en nosotros mismos y en cómo asumimos con absoluta indiferencia tanta barbaridad e incluso en cómo contribuimos a ella, a veces con votos frívolos, a veces con el pecado de omisión. Hace tiempo que se produjo una especie de dimisión de los deberes de ciudadanía –hay muchas razones que lo explican– y nos convino pensar que de nada sirve cuanto podamos hacer para cambiar el mundo, para modificar al menos mínimamente el rumbo de los acontecimientos. Es decir, la impunidad que criticamos levemente en los otros no deja de ser en gran medida el resultado de ese abandono.
He ahí por eso el caso de Hilario que traigo aquí a cuento en el aniversario de su muerte. Modestamente como él era y con la más absoluta de las humildades, desde su condición forzosa de ermitaño entonces, fue repartiendo llamas que iluminaron los hogares de su círculo de amistad, y desde ahí a otro círculo y a otro y a otro… hasta apagar con esos fuegos familiares el infierno exterior. Nos demostró así que no es necesario llevar a cabo grandes acciones para ser rebeldes y que, por otro lado, también una pequeña dosis de arte continúa siendo crucial para transformar la vida. Y lo que está claro es que ese fulgor suyo sigue luciendo en todos y cada uno de cuantos mucho le amamos.