El otro día una mujer me hablaba de las bondades de su hijo, de lo especial y único que era, de que su inteligencia iba a descubrir América retroactivamente antes que Colón. Tenía ante mí al vientre que dio y concibió al evangelio moderno. Los hijos son siempre la buena noticia de sus progenitores, vástagos de su propia carne que tienden a sobredimensionar, a faltar a la objetividad dopando las virtudes y castrando los vicios. Barnizamos a todo lo que asumimos como propio con una pátina de embellecimiento para aumentar su valor, reflejamos la realidad en unos espejos cóncavos que proyectan una luz distorsionada a través de unas lentas vanidosas que nublan lo que está mal en nuestro mundo.
Hay una frase que me ha marcado mucho en los últimos meses, la leí en un ensayo sobre la historia de Europa, y el autor, habla de que, al conocer a los diferentes líderes del viejo continente, se dio cuenta de que la mayoría de gente que se cree importante en realidad no lo es. Una cura de humildad que sirve a la hora de tasar la talla de los tótems modernos y de España en general. En la obra en cuestión, apenas se hablaba de España en la historia moderna, no se hacía hincapié en la trascendencia patria en los asuntos internacionales; se ignora a nuestro país sencilla y llanamente porque hemos caído en la irrelevancia más absoluta. Cuando Gran Bretaña se fue de la Unión Europea, muchos vieron esa espantada como una oportunidad para que nuestro país ocupara un sitio relevante. Sin embargo, no estábamos siendo honestos con la realidad geopolítica de nuestra nación. En nuestra cabeza nuestra estructura política es mejor de lo que en realidad es. No se entiende que en pleno siglo XXI haya colegios en León en los que los alumnos se hielen de frío en invierno o se mueran de calor en Andalucía en verano. Ignoramos también que mientras en China levantaron un hospital en dos semanas, aquí no estamos siendo capaces de quitar el barro de los pueblos afectados por la Dana en Valencia.