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León no se acaba nunca

06/10/2024
 Actualizado a 06/10/2024
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Cuando marchas de León (así, sin el reflexivo) te llevas muchas ideas en la cabeza. Entre ellas, que la ciudad se te queda pequeña, que no te da lo que necesitas, que adiós, ‘goodbye’.

Luego andas por otros sitios, descubres cosas nuevas, comparas con referentes que no tenías. Y caen los años, claro. Te vas, no sé, a Nueva Zelanda, exactamente en la parte opuesta del mundo. Ves glaciares y desiertos, cruzas la mayor calle del planeta, te pierdes en el agujero más remoto del orbe. Y entonces te das cuenta.

De repente te ves en la coctelería de moda de la intelectualidad ‘madraca’ (verbigracia, el José Alfredo), con la peña encantadísima de conocerse, pagando auténticas fortunas por brebajes aguados e infectos, escritorzuelos de medio pelo enfarlopados contándote su vida y ‘wannabes’ arrimándose. Y en un latigazo de lucidez piensas que has estado en bares de La Bañeza mejores que aquello.

Luego vuelves a León. Al principio te quedas lo justo, pero poco a poco te demoras en sus estancias. Tal vez estar lejos de ella te dio una avidez que no conocías, quizá el echarla de menos te proporcionó una soltura que te ayuda a moverte mejor por sus calles. El caso es que, ahora que no vives aquí, estás enamorado.

Una metrópolis como Madrid te lo pone cuesta arriba. Como una novia espectacular, preciosa y divertida, pero que se tira a todos tus amigos. Está feo eso, pero tampoco sabes si vas a poder encontrar algo así. Aquí, en cambio, todo es… mejor. La exigua actividad cultural de la que tanto te quejabas con 17 años es ahora una panoplia atractiva y, sobre todo, accesible. En la Villa y Corte hay miles de exposiciones que nunca ves, conciertos que te dan pereza, colegas a los que ya ni reconoces porque viven en casa Cristo. De hecho, el centro se convierte en un entorno hostil que, a poco que te descuides, te tiras nueve meses sin pisar.

Se puede comprobar en estos días de San Froilán. Desde el cuarto donde escribo se cuela el infecto reguetón que sale de los altavoces del festival Monoloco en el aparcamiento del Palacio de Exposiciones, lleno de chavalería pasándoselo como gochos en el cieno. Y no queda otra que pensar que ojalá durase cinco días y tuviese tres escenarios hasta las seis de la mañana. Lo mismo con el Come y Calle, los conciertos del aparcamiento de la Junta (ayer Queralt Lahoz y hoy Rodrigo Cuevas, si la lluvia lo permite), el mercado medieval… Si hasta parece que Fernández Ladreda desde el puente sobre el Bernesga parece la mismísima Broadway.

Qué cosas, huir de una ciudad para que, muchos años más tarde, te encuentres diciendo: Es inagotable.

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