Al PSOE no le queda casi nada ni de socialista, ni de obrero, ni de español. La Ley de Amnistía lo ha terminado de retratar: «Hay que hacer de la necesidad virtud». Ha apostado sin rubor para que haya ciudadanos de primera y de segunda, se sustenta en las élites nacionalistas e independentistas –de izquierdas y de derechas– y comparte ¿lecho? con aquellos que ansían romper este país.
El presidente Sánchez no compareció en el Congreso hasta el momento mismo de la votación, demostrando así su educación democrática, su talante personal y su nivel de estadista. Pasará a la historia, pero no como él ansía. La amnistía salió adelante por cinco votos y lo primero que expresaron los líderes soberanistas, además de la euforia en sus rostros, fue que el siguiente paso será el referéndum.
Este canje de poder a cambio de impunidad, esta ley pactada con aquel que se fugó en el maletero de un vehículo, esta descarada mutación de criterio electoral demuestran en qué se ha convertido la política gubernamental. Mientras un buen número de veteranos militantes y votantes socialistas se tapa la nariz, la ciudadanía consiente lo que ocurre porque su prioridad no es la política, si no la pelea con la vida, con los problemas cotidianos. Citar a diario a la ultraderecha, sacar a pasear a Franco de vez en cuando y señalar al Partido Popular cada vez que se interpela por cualquier asunto nacional constituyen el argumentario del actual Gobierno.
Se le atribuye al fundador de Alemania, Otto Von Bismarck, la célebre frase: «España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido». Y ahí seguimos más de cien años después, no evolucionamos. El nacionalismo campa ahora a sus anchas porque nuestra desfasada Ley Electoral lo permite. Nadie la cambiará porque este PSOE se ha dado de baja en las filas del constitucionalismo real.