Está por estudiar que los políticos utilicen el mismo idioma que el resto de ciudadanos. La realidad paralela que andan empeñados en describir nuestros crispados representantes incluye la definición de las palabras. Son las mismas pero a la vez son otras. Las acepciones trasmutan, son flexibles, cóncavas y convexas al mismo tiempo y tan versátiles como un camaleón paseando por la colorida calle Betis de Triana.
Tanto mudan en puño y boca de los políticos nuestras palabras que se nombra a las leyes y planes con términos que significan abiertamente lo contrario a lo que recogen los diccionarios construyendo un desquiciado dialecto que en vez de una comunicación eficaz pretende confundir al escuchante. El presidente Pedro Sánchez presentó un Plan de Regeneración que en realidad es un plan de degeneración democrática. Sobre las mesas de negociación la estrategia sanchista de reconciliación para Cataluña es en la calle la ruptura de la igualdad entre territorios y españoles.
Este curioso fenómeno de voltear como un calcetín los conceptos ha llegado a Castilla y León con la frustrada Ley de Concordia, que siempre fue y quiso ser la ley de la discordia. El texto acordado entre PP y Vox cuando aún eran socios se engendró como reacción vengativa de los de Abascal a las leyes progresistas de memoria histórica. No conozco venganzas que acaben en concordia. El tiempo que parecía viva solo generó trincheras y recursos. Era una eficaz provocación vacía. Y con el voto en contra de Mañueco a su tramitación desata oficialmente la guerra parlamentaria entre los que fueron coalición. Inaugura la discordia rencorosa. Marca territorio ante un posible adelanto electoral. Alienta la división cruenta entre dos que, según encuestas y azares, podrían seguir condenados a entenderse. A saber qué significará entonces discordia. No deja de ser macabro que la ley de la derecha para resignificar la guerra civil y la dictadura franquista acabe enterrada y en la cuneta.