Existe una retahíla titulada La llave de la casa: La casa está en la plaza. En la casa hay un cuarto. Dentro del cuarto hay un piso. Encima del piso hay una mesa. Sobre la mesa hay una jaula y dentro de la jaula hay un loro que canta y dice: loro en jaula, jaula en mesa, mesa en piso, piso en cuarto, cuarto en casa, casa en la plaza. Esta es la llave de la casa.
Si alguien cuenta hoy esta letanía en cualquier plaza, con la dichosa llave en la mano, serían cientos de personas las que harían cola para ver el cuarto, con su mesa, jaula y loro, como la que vimos esta semana en Barcelona. Casi doscientas personas esperando para ver un bajo comercial, una frutería rehabilitada, que sólo el tener toma de luz y agua la convierte en vivienda, por el módico precio de 900 euros. Y un trastero, aún más pequeño, pero con el mismo precio, que en Madrid consideran hogar, tras empotrar un sofá-cama, una nevera, una mesa y una estufa bajo una escalera. Es inevitable que te venga a la cabeza la cantinela del piso con mesa y loro y su sensación de fugacidad. Casas como con prisa y sin aire, huecos de ida y fuga, usados sin vivirlos porque no caben vidas completas en ellos. Dormitorios en los que no arraigan los sueños ni pueden plantarse futuros, porque en el reparto del piso le tocó el cuarto sin ventana ni horizonte. Para aliviar tanta indignidad y retroceso en la calidad de vida, y endulzar un poco la boca de los que ya tenemos pasado, siempre estará La casa, de Rafael Amor, «esa que tiene paredes en carne viva y un rosal despeinado sobre la cansada frente de su fachada, donde la primavera, de vez en cuando, clava la alegría de un pájaro y por una rosa roja se desangra entonces mi vieja casa...»
Molesta especialmente ver esta involución en una semana en que se han celebrado otras retahílas: La Constitución, pisándole los talones al Día de Los Derechos Humanos. La primera, cantando en su salmo 47 que «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán normas pertinentes, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general, para impedir la especulación». Y lo cantan sin desafinar. Y en cuanto a los Derechos Humanos, celebrados el día diez, remacha el derecho a la vivienda, no sólo como posesión de un techo que cobije, si no que «debe ser adecuada, digna, con una seguridad que te deje dormir, sin amenaza de desalojo o expulsión del hogar o la tierra. Derecho a vivir en un lugar acorde con la cultura propia y tener acceso a servicios, escuelas y empleo adecuados». Y tal y tal…
Hablan de un lugar donde nadie pueda echarte, mientras te echan, sumando cada día una hilera nueva de ladrillos en la tapia de acceso, hasta que tu sueldo ya no consigue trepar hasta tu propia casa. ¿Quién se ocupa de que se cumpla el art. 47, para que los jóvenes tengan el hogar que la ley les garantiza, mientras el sistema les hace imposible conseguirlo? Compartir piso sirvió para sacar una carrera, pero el hijo que quieren tener necesita su propia cocina para derramar la leche y todos los pasillos para gatear. No pueden vivir en escondites porque un piso soleado se haya convertido en lujo de turistas. Necesitan un nido para poder ser padres, pero les han puesto casi imposible aquel ritual no tan lejano, de dar la entrada del piso, palabras mayores, casi tanto como las del altar, pero con la madrina sin sombrero y firmando un aval. Y la entrega de la llave, casi tan testimonial del compromiso como las alianzas. De ahí en adelante, el mordisco de la nómina, directo al pago de ladrillos no podía faltar. La hipoteca era la lámpara que pendía sobre las cabezas, con una dosis de riesgo y un eterno temor a que algo la hiciese caer. Y vivían sin lujos, pero en su hogar, y hasta un rosal despeinado brotó en la frente de su fachada. Los pies pegados a un suelo propio y la satisfacción de saber tuya la luz con la que ves. Ese espacio donde regresar sin haberte ido, el lugar que te espera incluso estando dentro. El desorden del hijo y el olor a flan de huevo, sin importar el cacharrerío que quedó en la cocina. Y tierra firme, lumbre donde abrigar la vida, paredes en las que dibujar proyectos a brochazos y borrarlos cuando soñasen otros nuevos. Un lugar donde empezar a guardar trocitos de nadas en los cajones, perderle el respeto al sofá nuevo, el de la manta, el de tumbarse a no hacer nada. El de siestas, fútbol y cosquillas. En la esquina, una jaula con loro y en la mano, una llave. ¿Será esto de lo que habla la Constitución?
No. No puede llamarse casa a un local. No puede llamarse casa a un trastero. Solo una casa es hogar. Si lo sabrá Rafael Amor que cierra su canción con una pena: «Hoy, que la vida me ha metalizado los bolsillos puedo comprar la casa, pero no la casa.» La que él añora es aquella casita, en la que su hermana apretaba los amores en la reja. La que ese hogar de la infancia, al que todo niño tiene derecho.