El rincón desde el que Victoriano Crémer escribía su ‘Luces de la ciudad’, el comentario radiofónico del que estaban pendientes cada día miles de leoneses, tiene una vista privilegiada. Estaba en el bar Río, hoy también cerrado, en la esquina donde corona la avenida Alcalde Miguel Castaño y donde León se ensancha para recibir al visitante, dando la fugaz sensación de la que la ciudad coge carrera y ofreciendo una imagen señorial que, camine hacia donde uno camine después, a los pocos metros se desvanece. Muy cerca de Puerta Moneda, donde el escritor nacido en Burgos pero leonés por los cuatro costados descubrió las mil formas de la miseria en versión leonesa, desde la mesa donde leía su periódico y tomaba café, en la que aún se le rinde merecido homenaje aunque sea en medio de la desolación, Crémer podía ver el jardín de San Francisco, el más elegante de nuestros parques urbanos y la simpleza, para algunos elegante, del edificio de Correos. Por suerte para él, Crémer murió a los 103 años y antes de que instalaran en las inmediaciones un monumento al papón, así que se ahorró la contemplación de la más horrenda de nuestras esculturas urbanas (lo que es mucho decir, porque hay bastante donde elegir).
También se ahorró Crémer comprobar en qué se han convertido los alrededores de su rincón, desde el que nos enseñó a entender un poco mejor el mundo o, al menos, esta parte tan hermosa que coincide con la provincia de León. Si uno se deja caer desde allí por la que muchos leoneses siguen llamando avenida de Madrid, la sucesión de locales cerrados podría llevar a pensar que, en lugar de una autonomía propia, al menos nos tendrían que conceder la declaración de zona catastrófica. El primer bofetón te lo da el propio bar donde estaba el rincón de Crémer, porque un bar cerrado es casi tan triste como un columpio oxidado, como si se hubieran quedado dentro de él las voces, las invitaciones, las partidas y los deseos que allí fue buscando cada uno de los que entró. A partir de ese punto, comienza una siniestra sucesión de trapas.Una quesería de la que no queda ni el cuajo. Una correduría de seguros que no había asegurado su futuro. En otro escaparate arrasado queda un mensaje publicitario, ‘Nunca la energía fue tan transparente’, pero quizá el destino se vengó a través del tiempo, y a través de los infinitos cambios de políticas al respecto, de tan irritante afirmación. Más abajo, otro bar cerrado recuerda que ofrecía desayunos y platos combinados (¿para cuándo un catálogo de las tapas perdidas?). Sigue la traca con una tienda de móviles que no debió de superar la llegada de alguna de esas tecnologías que al nacer certifican el fallecimiento de todas las anteriores y, cuando lo han conseguido, se desvanecen igual de rápido: ¿5G? ¿4K? ¿Acaso 15-M?. Más abajo, restos de una tienda de baños y materiales de construcción que no supo gestionar el tiempo entre burbujas. Cambiar de acera no es una opción: el cadáver del bar Múnich, aunque su aroma a tortilla de patatas y madrugadas estará siempre en los recuerdos, otra frutería fallecida en acto de combate y los restos de ‘Chuches y things’, ambiciosa apuesta a la que el bilingüismo del cartel (¡qué importantes son los idiomas!) parece que no le valió para sobrevivir. En el resto de la calle, en el resto de las calles, el panorama no mejora.
Pese a que llama la atención la concentración de locales cerrados en la que ha sido una de las esquinas privilegiadas, la conquista de la desolación se repite por toda la ciudad, por avenidas históricamente comerciales como San Mamés o Nocedo, por calles que fueron bazares en los que se podía encontrar un poco de todo, por el centro y por los barrios, con demasiados ejemplos en el paseo diario de cualquier leonés como para no reconocer que el de los locales vacíos es uno más de los síntomas de lo que está pasando aquí. Se puede ver también como una oportunidad, una solución a la crisis habitacional de la que hablan ahora los políticos, lo podría ser si en León existiera el problema de vivienda que sufren las grandes ciudades y los territorios que crecen, pero que aquí no tiene tanto que ver con los pisos turísticos y la especulación de los fondos de inversión, sino con ese peligroso vicio de muchos leoneses, sobre todo a ciertas edades, de comprar y cerrar, no sea que me lo desguacen. Porque dinero, por lo visto, hay, aunque a menudo aquí no se vea más que en los coches que no caben en las cocheras (otra metáfora definitiva).
Si ni siquiera hemos sido capaces de asumir la cultura del alquiler como solución a un mercado canibalizado, difícilmente podremos convertir los infinitos locales vacíos que inundan la ciudad en viviendas, algo habitual en otros países. Entre otras cosas, porque a los leoneses nos gusta mucho estar pendientes de la vida de los demás y evitar que los demás se enteren de la nuestra. Afalta de obras, la peregrinación de jubilados para saber si en una casa ponen a Broncano o a Motos sería como para sellar compostelas del voyerismo. Así que algo habrá que hacer porque, si somos nuestro paisaje, aquí empezamos a parecer cristales mugrientos y carteles de ‘Se alquila’, con todo lo que eso tiene de desmoralizante en nuestro día a día y con la cantidad de conclusiones que se pueden sacar de la situación, no sólo por la evidente pérdida de servicios sino también por todo lo que simboliza no preocuparnos de lo que pasa a pie de calle porque nosotros, arriba, tenemos calefacción, Netflix y baño en suite.