Ha sido una semana de luces y sombras, dependiendo del balcón al que te hayas asomado o las gafas que llevases puestas. La ventana que da a León y las gafas de cerca han ofrecido cosas tan bonitas en las calles y plazas, que aliviaron un poco las vistas del ventanuco de atrás, el que da a Oriente Medio, que cada vez se nos hace más Próximo, más peligroso y provoca más azogue. Ese Oriente en el que Tala salió a patinar un rato porque para una niña de diez años, la guerra no existe cuando se consiguen unos patines de color rosa y permiso para salir a estrenarlos.
Escribo un cinco de octubre, día de San Froilán. Desde el amanecer, mientras yo busco palabras para rellenar esta columna, un goteo continuo de personas pasa bajo mi ventana. Van rumbo a la Virgen del Camino, que hoy concentrará a miles de leoneses alrededor del Santuario. Siguiendo la tradición, habrá cola de espera ante la puerta de San Froilán para tocarle la nariz al Santo y ante el camarín, para entrar a besar el manto de la Virgen. Se llenará la explanada de emoción, llegada a lomos de los pendones o montada en carros engalanados, todo ello aliñado con cantares, panderetas y castañuelas. Y se convertirá en devoción cuando las campanas toquen a misa. El olor a morcilla sobrevuela la romería y los puestos de rosquillas, frutos secos y artesanías. De vivir mi madre, estaría encargando ya avellanas, que nunca supieron igual las de San Froilán que las de tienda alguna.
Desde hace una semana, porque la tradición reclama a las Cantaderas el domingo anterior al cinco de octubre, la ciudad ha sido fiesta. Ha sido cultura y tradición, traídos de otros tiempos en los que el Reino de León tenía su propia historia, antes de que intentaran borrársela. Hoy hace siete días que 370 pendones fueron enarbolados, con el orgullo de nuestros pueblos bordado en sus paños. San Marcos los vio llegar bien temprano y congregarse ante sus piedras, donde se izaron, bailando al son del himno de León. Y ya, dueños del cielo, fueron rasgando el aire por Gran Vía de San Marcos, cruzando la Inmaculada hasta Santo Domingo, para después subir la Calle Ancha hasta la Plaza de la Regla. Pendoneros maestros y profanos, acompañados en todo momento de música, bailes de su comarca y orgullo de sus paisanos, representando la zona o el pueblo del que vienen, por aquello de que «las campanas y el pendón, del pueblo son» como he leído en la página ‘Concejos.org’. Y ya, ante la Pulchra Leonina, hasta los pendones se rinden, se dejan bajar a tierra y atarse a las verjas que rodean la catedral. Allí, a modo de centinelas, ven llegar a las cien doncellas que los Reyes asturleoneses pagaban anualmente a los califas musulmanes. Las Cantaderas. También ellas, llegadas del pasado con sus mejores galas, avanzan desde el Ayuntamiento hasta la Catedral para cumplir el tradicional foro y oferta, para después dirigirse a la Plaza del Grano, al encuentro de los Carros Engalanados tirados por parejas de vacas, burros o caballos. Carros decorados con cacharros, ristras de ajos o pimientos, aperos de labranza, colchas, telas multicolores, hogazas o flores… todo sirve para convertir una carreta en una auténtica obra de arte.
Mientras, por la ventana que da a Oriente hemos visto cómo inician una guerra nueva, dentro de su eterna guerra, oscureciendo aún más el cielo de Europa y asustando un poco más al mundo, el ventanal de alante muestra el Mercado Medieval de las Tres Culturas, convirtiendo el entorno de San Isidoro en un mundo multicolor, donde aflora el legado de las tres culturas que tuvimos y durante días, conviven cristianos, judíos y musulmanes. Todos caben en el mismo espacio sin necesidad de misiles. Los juglares también abandonaron los libros y ocuparon nuestras calles con sus flautas, cánticos y cuentacuentos, rodeados de miel, embutidos, panes y todo tipo de productos artesanos. Esta semana he visto riadas de gente celebrando la vida por las calles y un nuevo éxodo en Europa, de gente con la vida apretujada en una maleta, esquivando la muerte. Mientras el cielo de León se iluminaba con más de doscientos drones creando monumentos en el aire, el cielo iraní era iluminado por misiles, destruyendo hogares. El mismo día que unos niños eran fotografiados con trajes tradicionales de su comarca, para conservar su historia, otros niños eran fotografiados sobre un misil ya usado, inmortalizando la guerra.
Hoy acaban las fiestas de León y mañana se cumple un año del ataque de Hamás a Israel. Es fácil resumir cómo la tradición tomó nuestras calles y el orgullo de cada pueblo llegó por distintos caminos para compartir emoción y entonar el mismo himno en nuestras plazas. Será por historia que contar y cantar. Pero el otro tema, como siempre que algo me resulta inabarcable, busco lo más pequeño para expresar lo enorme. El único resumen posible para un genocidio es que Tala murió cuando nacía septiembre. Tenía diez años y unos patines de color rosa. En ellos cabía la guerra entera.