Es una alegría volver a hablar de Luís Mateo Díez, y más alegría es aún volver a leer sus libros. Probablemente, me dispongo a iniciar una columna reiterativa y prescindible, pues en los últimos días, como no podría ser de otra manera, muchos han escrito en abundancia del gran Luis Mateo, y muy bien. Amigos, críticos, eruditos, compañeros de academia, de mañanas y tardes provinciales o capitalinas, lo que sea, y de filandones de variada especie, aunque todos reúnen en esencia el espíritu de los viejos inviernos.
Quiero decir que no resulta fácil ser original a la hora de hablar de nuestro gran escritor, tanto se ha escrito sobre él a lo largo de muchos años, pues pronto comenzó en el oficio de las letras, y tanto hemos escuchado de los que lo conocen en profundidad, como se conoce a un hermano, de los que lo han acompañado en momentos buenos y no tan buenos, y tanto, en fin, hemos aprendido de sus propias palabras, siempre cargadas de sagacidad y humor.
Pero no pretendo ser original, ni presumir de entendido, sólo quiero mostrar mi admiración. Conocí a Luis Mateo hace muchos años, gracias a esta bendita profesión del periodismo, pero durante algunas décadas sólo acerté a cruzarme con él en contadas ocasiones, como una vez ya lejana en la que lo visité en las dependencias aquellas de la Plaza Mayor de Madrid, sería en su despacho de la Casa de la Panadería, donde a buen seguro se amasó gran parte de su literatura, aunque la memoria viniera de esa fuente original que mana en nuestras montañas y valles. Pero nadie duda que los expedientes y legajos del archivo de la cosa municipal, donde el escritor trabajaba desde 1974, desprendían también su magia y contribuyeron a su encantamiento.
Aquel palco sobre Madrid, desde el que Luis Mateo obtenía a diario una mirada privilegiada de la historia, del pasado y del presente, todo amasado en el corazón de la ciudad, desembocó incluso en su literatura (‘Balcón de piedra’, Ollero & Ramos), hace más de veinte años, y, aunque en medio de una obra tan colosal, este libro pudiera parecer menor, no lo es en absoluto.
No lo es, digo, si consideramos que en esa mirada late, con la misma fuerza que en otros muchos de sus escritos, la conjunción de lo real y lo imaginario, la paradoja de lo lejano y lo cercano, de la memoria y el olvido, de lo doméstico y lo épico. También aquí está el Luis Mateo Díez de los inicios, esa constante suya que muta la realidad en ensoñación, que encuentra una lectura mítica en los asuntos más cotidianos, que sabe dar con el raro pasadizo que lleva de lo corriente a lo mágico, de lo tangible a lo soñado.
No me extrañó que se mostrara más partidario de la imaginación que de la realidad, en su comparecencia ante los medios el otro día, con motivo de la concesión del Premio Cervantes (después de recibir tantos otros: aquí escribimos hace exactamente tres años, a propósito del Premio de las Letras que también le fue concedido). Ni me extrañó su humor, que no ha sufrido achaques ni mermas a causa del tiempo ni de las cosas de la vida, ni su cierta perplejidad ante los justísimos reconocimientos, siempre instalado en ese resbaladizo costado de la realidad donde todo se escurre hacia el encantamiento, quizás su lugar preferido para estar en el mundo.
La obra de Luis Mateo Díez es colosal, por su relevancia literaria y por el número de páginas escritas, pero sus grandes temas, y sus arquitecturas narrativas, y no digamos su gusto por los personajes extraviados, estaban ya presentes en sus inicios, como supongo que acontece con todos los grandes escritores, que nacen de una pieza, ahormados tal vez por las visiones de la infancia. Es posible, por ejemplo, que Luis Mateo Díez no contemple ‘La fuente de la edad’ como la más perfecta de sus novelas, pues ya se pierde en la larga noche, y en el laberinto alucinógeno de los desnortados cofrades, que tanto me recuerdan a la ‘Esmorga’ de Eduardo Blanco Amor, pongamos por caso. Yo, conocedor parcial de su obra, me declaro, como otras veces, entusiasta de aquel texto que nos representa entre los ropajes de una tiniebla atroz. Así fuimos, imaginando la libertad y la eternidad, quijotes sin remedio, náufragos en las calles de luces macilentas, porque el ser del náufrago, el hecho de vivir desnortado, pero con la esperanza de un hallazgo, está en el corazón mismo de la narrativa de Luis Mateo Díez, y está de principio a fin.
En estos días, la figura de Luis Mateo Díez emergió con su elegancia habitual, su talle enjuto, su mirada aguda, sus manos bien labradas, su risa, que parece tan jovial como lo fue en cualquier tiempo pasado, pero todos han destacado de inmediato, cómo no, su porte cervantino. Como si la escritura y el estilo fueran tomando posesión del cuerpo, y ahormando la figura, más incluso que en los años jóvenes, hasta dejarnos a un autor en el que todos ven un trasunto perfecto del autor del Quijote, no sólo por el físico, y ahora por el premio, sino, más bien, por ese gusto por el extravío de los hombres, por esa pasión por los idealistas, que son capaces de cruzar de lo real a lo irreal con sólo dar un paso, pues la imaginación y la realidad son mundos que corren paralelos, aunque sólo algunos escogidos son capaces de pasar de uno a otro sin dificultad, sólo algunos pueden hallar el brillo de lo mágico, hacer posible lo imposible, en los asuntos más triviales y domésticos.
Quizás Luis Mateo sea el más cervantesco autor que el Premio Cervantes haya tenido nunca, y el más cervantino que espera tener en muchos años venideros. Diré que ahora es la oportunidad para leerlo de nuevo, o para completar el viaje a su literatura, que demanda horas y dedicación, de acuerdo, pero que promete alegría y desenfreno, fulgor literario, divertimento y un viaje a la esencia del ser humano, como corresponde a quien lleva el sello indeleble de Cervantes, y no sólo en el talle.
Un gozo sería volver a conversar en las distancias cortas, pero se me ha perdido en algunos filandones en los últimos tiempos a los que no pudo acudir, y donde esperaba encontrarlo (aunque acudió a otros muchos). De él voy sabiendo cosas por José María Merino, en la presentación de alguno de sus libros aquí por el noroeste, y ahora, ya puestos, y por pedir que no quede, uno pediría para él el Nobel, qué diablos, y sin duda alguna afirmo que bien que lo merece. Será difícil en mucho tiempo que un solo autor reúna en su obra las grandes corrientes clásicas de nuestra literatura, la tradición oral de las montañas leonesas, el humor, la picaresca y el humano extravío del Quijote, que explica tan bien nuestra condición y nuestra rara esperanza.