Hace unos años, cuando me jodí el codo y me tuve que operar cuatro veces y acudir a rehabilitación otras tantas, me encontré a la puerta del hospital con Luis y con Blanca. Como ella es hija de dos centenarios y tiene todas las papeletas para seguir el mismo camino, le pregunté a Luis que qué le pasaba. «A mi nada; la que vino a consulta es ella. ¿A que no te lo crees?». No, no me lo creía. Cuando Blanca me contó lo que la había ocurrido, y vi que era, por supuesto, una tontería, no me pude resistir, me lo puso a huevo, y tuve que soltar la chorrada: «Luis, macho, la esperarás en el valle de Josafat un montón de años»...
En la tarde del viernes pasado desapareció, como por arte de magia, ese mismo Luis, el yerno de Gusto Muñiz y de Pilar. Esa misma noche, los chavales de Vegas recorrieron el monte de arriba abajo y no encontraron nada. El día del Pilar, vinieron la gente de Protección Civil y de la Guardia Civil con vehículos todoterreno y helicópteros y se unieron a los que habían estado la noche anterior sin dormir, e, igualmente, la búsqueda siguió siendo del todo infructuosa..., como si se lo hubiese tragado la tierra. Todos, por desgracia, creíamos que Luis estaba ya en el valle de Josafat esperando a Blanca, pero la realidad es que al no encontrar su cuerpo, hasta primera hora de la tarde del domingo, todo este ínterin se convirtió en un verdadero sin vivir, en una angustia y una incertidumbre asfixiante. Si esto nos pasaba a los que le conocimos, imaginaros como se sentían su mujer, sus hijos y sus nietos: como para deseárselo a tu peor enemigo.
El caso es, como digo, que su cuerpo se encontró el domingo y sé que sus familiares descansaron por fin. Imaginaos como se tienen que sentir los que han esperado (y siguen esperando), los hijos (pocos ya, por desgracia) y los nietos de los enterrados de cualquier manera durante la guerra civil...
Resumiendo un poco: la incertidumbre voló como un fantasma, como una pesadilla, por los cielos de un pueblo pacífico y tranquilo como es Vegas. Claro está que pudo suceder en cualquier otro lugar de la provincia y creo firmemente que la desazón sería la misma que aquí. La verdad, por otra parte, es que no se por qué me extraño de la visita de la incertidumbre. La vida (con los años te das cuenta), no deja de ser eso: una sucesión endiablada de momentos en los que no sabes qué hacer para que ese miedo, porque es miedo y del gordo, no te paralice y te dejes de sentir como un muñeco de trapo al que los elementos bambolean a su puto sino.
Estos días, los que saben más de las cosas que ocurren en este mundo, nos advierten que estamos a punto de sufrir una nueva guerra mundial de la que saldremos, los pocos que queden, habiendo retrocedido diez mil años en la cuenta de la civilización; ya sabéis lo que dijo Einstein de los supervivientes: en la siguiente guerra, que la habrá, lucharán con palos y con piedras. Todos, en fondo de nuestra patata, estamos acojonados con tamaña incertidumbre y, sin embargo, no hacemos nada para poder evitarla.
Como tampoco sabemos qué hacer si nos sobreviene una enfermedad de esas que sabes que te pueden, a poco que insista, llevar por delante. Aguantamos mal el dolor, cuando, en realidad, estamos rodeados de él y, por desgracia, cada vez se hace más persistente, más contumaz. Nos rasgamos las vestiduras al ver en la televisión los cadáveres de los niños muertos en Gaza o en Líbano, pero, como en el ejemplo de la guerra que se avecina, no hacemos nada para evitarlo. Nos quedamos quietos, asustados, sentados en el sofá, inertes, llenos de incertidumbre, llenos de un miedo cerval que nos impide reaccionar...
Estamos sufriendo una incertidumbre como nunca antes en la historia del mundo porque parece que nada sale bien, porque parece (y así es, en realidad), que un uno por ciento de la humanidad maneja el noventa por ciento del dinero que circula en la nube; un sesenta por ciento, la famosa y cacareada clase media, vive de puta madre, pero lo hace al día, sin preocuparse de lo que vaya a pasar mañana o al otro. El cuarenta por ciento restante, sufre para pagar un piso, para llenar la nevera o para poder poner la calefacción en invierno. Y seguimos quedándonos tan panchos, sentados en el mentado sofá de los cojones, como si fuésemos gallinas empollando huevos; los nuestros, quiero decir.
Luis, compañero, aparte de a tu familia, dejas aquí bien poca cosa; mayormente, un desbarajuste de país y de mundo, y poco más... Quédate tranquilo, ahora que has cubierto la etapa que té tocó vivir. Y no olvides que los que quedan, mal que bien, saldrán adelante. Tú, por desgracia, te tienes que enfrentar a la gran disyuntiva que acojona al hombre desde su aparición en este planeta: ¿Hay algo más allá de la vida?, ¿Hay algo después de la muerte?... Salud y anarquía.