23/06/2024
 Actualizado a 23/06/2024
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Lo tengo contado y escrito tantas veces que ahora es difícil desmentirlo. No era un cuento. Yo estaba convencida de que el verano nacía en una alcoba de casa, sin fecha exacta. Bajaba la escalera y aparecía en la cocina con el pelo recogido y un vestido verde de manga corta, cuajado de margaritas blancas. Ese era el día más luminoso del año, las ventanas se hacían más grandes y llegaba el verano disfrazado de madre. Fue después, cuando faltaron ellas, cuando supe lo del solsticio y las fechas del calendario y el recuento de lunas y que el verano nace un día exacto. Que no lo pare el cielo el día que las madres se ponen el vestido de manga corta y después se van con la hoz en la mano.

Resulta curiosa la importancia que han tenido los solsticios desde siempre, en la construcción de monumentos, buscando puntos estratégicos para que los rayos se filtren a través de ellos, anunciando lo mismo que el vestido verde de las madres.  Los egipcios consiguieron que el sol, visto desde la Esfinge, aparezca entre dos de las pirámides en el solsticio de verano. Y dice la historia que el primer ritual en la construcción del templo de Karnak fue el «estiramiento de la cuerda», orientando los ejes del templo hacia el punto por donde el sol nace en el solsticio de invierno, de modo que ese día, estando ante la entrada del templo, se ve salir al astro rey sobre la puerta llamada Bab el-Makhara, con dos enormes torres a ambos lados, simbolizando las dos colinas del horizonte entre las que amanece. Será bellísimo lo conseguido, pero parece demasiado sofisticado todo ello para anunciar un invierno, labor que las abuelas reducían a sacar  abrigos y perfumar casas con el alcanfor escondido en los bolsillos. De tener que buscar geometrías, ejes, círculos, puntos exactos y horizontes donde el sol se proyecte para anunciarse, bastaban las ruedas del carro con sus radios y ejes girando por algún camino, un horizonte al fondo y un monte a cada lado. O en Chankillo, un lugar de la costa peruana, considerado el observatorio astronómico más antiguo de América, Trece Torres ubicadas entre dos observatorios abarcan todos los arcos de salida y puesta del sol del año, desplazándose por el horizonte día tras día. Los habitantes del lugar, desde las plataformas de observación, pueden saber con precisión la fecha y hora, como el abuelo que, mirando al cielo sabía las faenas, siembras y cosechas y mirando al suelo, sabía la hora por la sombra del manzano.

Aunque ahora los solsticios y equinoccios no sean tan importantes como lo fueron entre agricultores, ganaderos y gente de campo para quienes el calendario solar era otra Biblia, los avances nos permiten saber el día y hora exacta en que se produce cada solsticio. Por eso sabemos en qué lugar exacto del trayecto Lorenzana León nos pilló el verano del 2024, donde esta semana se celebró el primer filandón del pueblo, con intención de continuar la tradición. Reunidos los mayores del lugar, empezaron a brotar en el Museo Etnográfico de Lorenzana recuerdos de bordados y rezos, cánticos de mayo dedicados a la Virgen y música de verbena. Volvieron las niñas pastoras haciendo muñecas de tela rellenas de serrín, mientras cuidaban al ganado. Y fueron lavanderas de nuevo. Las de Lorenzana en los lavaderos y las de Santibáñez en el arroyo de la era. Y tendieron la ropa blanca al verde, en el ‘prao’ de Trini.  Una se casó con madreñas. Isidro pagó un cristal de la sacristía que no había roto porque, jugando al calvo, coincidió que el palo lanzado por él, salió dirección al cristal que ya estaba roto. Y resumían un domingo cualquiera en el que cabía la misa mañanera, coger berzas e ir al baile. Puri tuvo orquesta en su boda y llevó un vestido color crema. Y cómo no, recordaron la escuela, el olor del ‘lilar’ del patio, recogieron flores en los recreos y rieron por el mal sabor de la leche en polvo preparada sobre una estufa y el riquísimo queso que pronto dejaron de darles. Allí estuvo Don Ambrosio, que daba credenciales de la confesión y Don Ramón y las comuniones en ayunas... Se fueron deslizando inviernos en la sala mientras bromean sobre quiénes eran más ordenadas dejando los chanclos o las madreñas en fila india, cuando iban al baile; si las de Cuadros o los de Santibáñez. Nos fuimos dejando atrás el eco de quince chicas que habían cambiado los chanclos por alpargatas y hacían vainicas, reunidas en plena calle. Salimos de su verano y la primera luna llena de junio, la ‘luna de fresa’ acechando desde lo alto, nos devolvió al presente, al verano 2024 que llegó como disimulando, en una tarde de sol y lluvia y se acomodó discretamente, al mismo tiempo que la primera remesa de migrantes al Chalet el Pozo. 

Así de sencillo llegan las cosas, sean veranos o migrantes, y ocupan un lugar en el mundo a pesar de los intolerantes que se creen dueños de algo y niegan espacios que no les pertenecen. 

Llegaron con el solsticio. Con la misma discreción. Con la misma lluvia. Con el mismo silencio.  Ahora sí, ya somos verano. 

 

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