Ahora, no. Ahora, ya no. Pero antes, en los tiempos en los que las revoluciones todavía eran bien vistas, porque había que acabar con las cabezas coronadas y con las satrapías, se aceptaban los avances de la ciencia como verdaderos milagros. Los trenes, los aviones, los estudios, aparecían primero en las ciudades y enseguida se expandían por el campo y llegaban, ya idealizados, hasta las aldeas.
Pero había algo intocable y eran los ríos. Siempre habían sido lo más valioso de cada región, pues sin su riego, ninguno de los seres vivos podía subsistir. Canales y puertos, puentes y acueductos, en cada trecho el río, señalaban el rado de prosperidad de cada región; y no había prócer nativo, que, al alcanzar la cima de su poder, no se encargase de propiciar alguna mejora sustancial que quedase para siempre en las aguas como un hito para la posteridad de su linaje y compromiso de su hidalguía.
Pero, cuando vino la luz, y la luz nacía del río, surgieron los molinos como fábricas, y se acabaron todas la sombra. Ya no hacían falta próceres. Se había hecho la luz, y había sido el pueblo mismo. Aquella magia que con un simple toque de una llave aparecía en medio de la noche un resplandor que todo lo envolvía. Y todo era cosa de un nuevo invento, que adherido al rodezno del molino, al girar sobre su eje producía por fricción una energía nueva, y los molineros mas espabilados contaron con un nuevo medio de ingresos a vender uno por uno a los campesinos. ¿Qué, Miguel, qué tal la luz? ¿Qué dice la tu mujer? Ahora seguro que hasta los niños se niegan a ir a la cama con tal de seguir mirando las bombillas...
Fue Franco, tenía que ser él, quien les concedió a las grandes empresas el monopolio y los molinos fueron quedando tan solo para moler el grano y para reunirse los vecinos. Poco después fueron desapareciendo los ríos entre la maleza. Porque ya no eran del pueblo sino de las compañías eléctricas las dueñas de la corriente, del cauce, hasta del murmullo. Y así el cronista y su hermano, que disponían de una barquita propia en el padre Esla, a sesenta metros de casa, se encontraron con la prohibición hasta de cortar una vara de avellano de la orilla del río. Esto es de la confederación, decían los del Seprona. Esto no es vuestro.
Ahora, entre Cistierna y Sorriba, una compañía trata de reeditar, en el llamado molino de Sandalio, aquellos tiempos de la luz que ya creíamos fenecidos. La luz del Esla rediviva.