La muerte de David Lynch nos ha devuelto 15 años atrás, cuando los fallecimientos de famosos provocaban en Facebook episodios plañideros y panegíricos sentidísimos. Todo el mundo tenía algo con tal músico o con la escritora pasada a mejor vida. Así que, para honrar esta recobrada tradición, voy a contar mi pequeña historia con el autor de ‘Cabeza borradora’.
Teníamos 17 años y Álvaro insistía en ir a ver ‘Carretera perdida’. Nos habíamos visto ‘Corazón salvaje’ en un VHS que había grabado del Plus y también ‘Twin Peaks’ de cuando la habían echado en Telecinco. También tenía un especial en el que el director contaba que se fumaba medio cartón al día, se tomaba no sé cuántos cafés a la hora y tenía el útero de su productora metido en un tarro de formol en el recibidor de su casa. En aquellos tiempos de pre-Internet, Lynch era un marcador de estatus. Así que ese par de niñatos nos creíamos los más estupendos por ser los únicos de nuestra edad interesados en el primer estreno cinematográfico del cineasta estadounidense en varios años. Además salía Marilyn Manson y en la banda sonora estaban Bowie y Trent Reznor.
El caso es que fuimos en su moto a una sesión golfa de, creo recordar, los Kubrick. Con nuestras palomitas y todo. Resulta complicado describir la sensación de estupefacción en aquellos cuatro ojos, todavía menores. Salimos borrachísimos de locura fílmica, un poco lo que cuenta Theodor Roszak en ‘Parpadeo’. De vuelta a nuestras casas, haciendo eses en la moto de Álvaro, aullábamos y tirábamos las palomitas sobrantes por las desiertas calles leonesas.
Sin saber muy bien qué habíamos visto, nos despedimos en mi calle. Estaba yo dándole vueltas a por qué tenía aquella sensación mientras giraba la llave del portal. No era desasosiego, sino más bien miedo. Un extraño acojone no sabía si por la mutación del protagonista a mitad de la película, las inquietantes grabaciones en vídeo del lecho marital o el momento en que el pico de una mesa de cristal atraviesa un cerebro. Subía las escaleras hacia mi piso cuando me acordé de la escena más turbadora, ésa en la que Robert Blake le dice a Bill Pullman: «Estoy en tu casa». Y, acto seguido le pasa el móvil para que le llame y responde: «Te lo dije». Tenía ese jeto grabado en la sesera cuando, aún en los escalones, hubo un terremoto en León. Mientras me agarraba a la barandilla, pensaba que era ese enano demoníaco que venía a por mí, que las fronteras entre realidad y ficción habían caído y aquél era mi fin. Se trataba de otro temblor en Orense, me dijo mi señor padre cuando abrí la puerta de mi casa y me vio, blanquísimo como Blake. Vaya viaje, señor Lynch.