27/06/2024
 Actualizado a 27/06/2024
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Vamos a retrotraernos sesenta años en el tiempo: 1964. Estamos dando una vuelta por las calles y por los bares de Sabero, Olleros, Torre del Bierzo o Fabero. Hay un montón de chavalería que juega al fútbol o al guá justo después de salir de clase. Las madres los llaman desesperadas para que vayan a tomar la merienda y ellos no las hacen ni puto caso. Si nos fijamos, hay niños de todos los colores: blancos (morenos y rubios), negros como el azabache y otros, los menos, con la piel del color de la aceituna. Entre los que juegan al balón, alguno recibe patadas y otros las dan; los más fuertes y hábiles, regatean hasta a su sombra y meten gol, por supuesto. ¿Y sus padres?, ¿dónde se encuentran?; pues muchos trabajando en la mina, a muchos metros bajo tierra, sacando el carbón de sus entrañas que calentará las cocinas y las calefacciones de León y de Ponferrada. Allí abajo, se vive en la más perfectas de las democracias: todos son iguales, dando lo mismo que color de piel tiene el compañero de al lado; todos, igualmente, sufren el mismo riesgo de morir (en un desprendimiento, por una bolsa de grisú), todos se ayudan, todos comparten la alegría de volver a ver la luz del sol cuando acaba la jornada. Españoles de León o de Badajoz, caboverdianos o pakistaníes sudan el mismo sudor, comparten los mismos anhelos y todos, todos, buscan lo mejor para sus mujeres y para sus hijos. La mima, como digo, fue el mejor parlamento democrático en los años en que la democracia era un sueño, una quimera.

Los que descansaban, si su religión no se lo prohibía, estaban en los mismos bares, compartiendo el mismo vino peleón que los ayudaba a olvidar los peligros diarios a los que se enfrentaban; hablaban del Madrid de Gento y de Puskas o del precio del aceite de oliva, que ya entonces valía una salvajada. Otros leoneses, sin embargo, no tuvieron la suerte de encontrar en su pueblo una forma de trabajo digna para subsistir: poca tierra y muchos en la familia, o sea, hambre asegurada. A estos infelices no les quedó otra que armar el petate y largarse lejos, desarraigándose de todo lo que habían querido, de todo a lo que estaban acostumbrados a ver desde que nacieron. Se fueron a Bilbao, a Madrid o a Barcelona. También lo hicieron a Bruselas, a Colonia, a París o a Ratisbona, pongo por caso… Y se encontraron solos, abandonados, sin saber el idioma que hablaban el resto de sus vecinos, hacinados en pisos diminutos, ahorrando hasta el último céntimo para enviar a su familia. Estos pobres, que les hubo y mucho, sufrieron un racismo desgarrador, una soledad devastadora. A su lado, los mineros caboverdianos de Olleros estaban en el Paraíso.

Que a estas alturas de la película nos pongamos ‘espléndidos Garvey’ porque gentes africanas o iberoamericanas vengan a España a buscarse la vida es desgarrador, una prueba evidente de que el hombre es una desgracia con patas y que se merece todo lo malo que le pase. Y que los que más píen tengan, sí o sí, ancestros que tuvieron que emigrar para sobrevivir, además de no tener ni un pase, no hace más que reafirmarme en que debería venir ya un cataclismo que nos mandase a todos a tomar por el culo. No tenemos remedio, volvemos a cometer los mismos errores que nuestros abuelos o nuestros bisabuelos.

Como demostraron los pueblos mineros leoneses, la integración se logra mediante el trabajo: no hay otra. Y en un país dónde se buscan desesperadamente camioneros, camareros o vendimiadores, es del todo irreal que, encima, pongamos (o lo intentemos), puertas al campo.

Y todo esto en un país que es una ‘macedonia de frutas’ por su sitio. Aquí se han juntado la ‘fauna local’ (íberos y celtas), con fenicios, griegos, romanos, godos, árabes y moros, vikingos (¿porqué creéis que en Andalucía es dónde más rubios hay en España?), franceses y la madre que los parió a todos? Porque, sencillamente, follaban como locos, que lo de la ingle une mucho. ¿O porqué, en América, hay tanto mestizos y zambos? ¡Joder!, porque, siguiendo nuestros instintos más primarios los conquistadores se dejaron llevar por la necesidad y así surgió la mezcolanza de la que deberíamos sentirnos orgullosos. Y esta, junto con el idioma, es nuestro mejor legado en aquellas tierras. No somos (¡gracias a Dios!), como los anglosajones, gentuza que hacía ascos a todo lo que no fuera una ‘identidad racial’.

No, no nos pongamos a su mismo nivel… Ojalá la gente que viene a esta vieja piel de toro se sintetice con nosotros, con los aquí estamos y vivimos. Sería la mejor muestra del avance de la civilización. Como dice Nico Williams, a dos niños que juegan juntos en el parque, lo último que les importa el color de la piel del otro. No se nace con racismo: se aprende. Salud y anarquía.

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