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Macron demacrado y el lobo feroz

17/06/2024
 Actualizado a 17/06/2024
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Cada vez importa más la anécdota. Supongo que eso sucede porque lo fundamental nos infunde un gran temor. Esquivamos la realidad estúpidamente, con esa inocencia con la que los niños se tapan la cara para que, eso piensan, tú no puedas verlos. Así lo hacemos ahora en Europa. Y, tras las elecciones, con la confirmación de que la ultraderecha había trepado en varios países, la ciudadanía y los medios vuelven a la anécdota. 

Por ejemplo, seguimos hablando de la motosierra de Milei (viene mucho a Europa). No es que sea una anécdota, quiero decir, sino un símbolo atroz de un pensamiento inasumible desde la razón y la modernidad. Pero es su gusto por la teatralidad, por el histrionismo, otros dirían que más bien por la bufonada, lo que provoca que algunos se rían, por bárbaro que sea lo que diga. 

Eso es: cada vez miramos más al dedo que señala y menos a la luna. Nos movemos en las distancias cortas, en la inmediatez de las redes, que provocan una recompensa inmediata (falsa, mayormente, pero suficiente para ir tirando). Igual que nos movemos en el cortoplacismo, porque todo va ahora muy rápido: hay más elecciones que vida, por ejemplo. La narrativa tiene que seguir, lo mismo que se diría que algunas guerras tienen que seguir, al parecer, para que no se caiga el andamiaje insostenible. Como ya dijimos, la política utiliza a veces la metáfora de la bicicleta: si te paras, te caes. No importa que te dirijas hacia el abismo. El caso es seguir.

La importancia de lo anecdótico y de lo superficial tiene que ver con el predominio de la imagen, pero también con la necesidad de no sufrir en demasía. Milei con sus movidas friquis mueve a la risa y a la broma, y él mismo se descojona a veces (no me extraña), pero lo grave sucede por detrás de la máscara. La motosierra sólo es el dedo que nos entretiene. En Europa se ha instalado la narrativa del miedo a la ultraderecha y más allá, y una vez que ha llegado con fuerza a algunos sitios, nada menos que a Francia y a Alemania, por no hablar de Italia, volvemos a esa cotidianeidad de la anécdota. Como sin nada hubiera pasado. O como si nada fuera a pasar. Aspavientos, los justos. Sólo Macron se apresuró a dar por concluida la legislatura, viendo el ascenso de Le Pen, y ahora muchos piensan que ha podido equivocarse. No se pueden dar tantas facilidades en momentos de debilidad. Otros, en cambio, ven a un Macron que pide que la gente deje de narrar la catástrofe y que se ponga manos a la obra. Está bien recordarle al votante que la responsabilidad también es suya. Por si lo había olvidado. 

La anécdota nos puede. Contemplamos la caída regodeándonos en los detalles, en lugar de ir al núcleo duro de la cuestión. Y no faltan los que se alegran: ahora sabrán estas élites, los de arriba, los que siempre mandan, los intelectuales, los científicos del cambio climático. Sí, ahora sabrán. Es muy fácil hacer un movimiento desde la desafección y el escepticismo. Conozco mucha gente (en León no falta, hay que reconocerlo) que sólo hablará para decir lo que va mal, pero nunca para apoyar lo que va bien. Es fácil distinguir a esos alérgicos, porque consideran que un país se construye siempre desde la discrepancia a cualquier precio, caiga quien caiga, y al enemigo (es un decir) ni agua. No parece una postura muy elaborada. De ahí que algunos hayan celebrado como un acto de gamberrismo electoral (sic) los buenos resultados de algunas formaciones, digamos, peculiares. Viene de viejo lo de demoler los grandes edificios, lo de trepar por encima de los lugares que se consideran inexpugnables. Todo eso está bien, siempre y cuando se conozca la manera de regresar al suelo. 

Ha pasado la romería, pero Europa sigue un poco zombi, ensimismada en su buena vida (a pesar de todo, sí…), en la certeza absurda de que nunca llovió que no escampara. La modernidad no produce monstruos, aunque a veces tampoco faltan, pero puede producir somnolencia. Y de ese momento zombi (las pantallas, el veranito, las redes sociales, los memes cachondos, las anécdotas de parvulario) se aprovechan los que quieren cargarse los fundamentos del edificio. Cada vez hay más en esa brigada de la demolición, sin que se sepa muy bien qué piensan hacer después con los escombros. Como en los años de adolescencia, el caso es derribar las columnas, descabezar las estatuas, aunque sea por un mero placer destructor. Pero se nos supone ya un poco de madurez. Olvídenlo: ni siquiera una guerra en las fronteras nos despierta del todo. La infiltración del daño en el corazón de las democracias sigue su curso. La perplejidad nos lleva a la parálisis. Pero qué importa, si hay anécdotas divertidas.

Pocas cosas más artificiales y aburridas que las fotos de las cumbres. Soluciones hay pocas, pero cumbres y fotos hay muchas. Ya pasó el tiempo en el que Berlusconi, a su bola, se dedicaba a bromear y a poner cuernos al personal, como si aquello fuera una fiesta de graduación (dicho con cariño, en tiempo de graduaciones). No descarten que pronto lo que hacía Berlusconi nos parezca un juego de niños. La cosa va a peor. Pero me enternece ver esa elegancia diplomática capaz de contemplar la caída de un meteorito a medio metro sin inmutarse. O el derribo de un edificio en la calle de al lado, mientras te sacudes con disgusto el polvo de los hombros. 

Al menos en París algunos se han echado a la calle, al ver a Macron demacrado. La unión de la izquierda es una buena idea (extraña, en tiempos fragmentarios), pero ¿es suficiente? Hay derechas que claman por una unión con los extremos, porque más vale una ultraderecha integrada que apocalíptica, o así. Hasta donde se ha visto y oído, suele ser más bien apocalíptica, porque de esos fragmentos de apocalipsis se alimenta. Pero ahí está Meloni, jugando a la integración y la sonrisa amable, redirigiendo a Biden, que se había quedado un poco traspuesto, o lo parecía, como quien te lleva por las habitaciones de la casa. ¿Está Europa desangrándose en silencio? ¿Sonreiremos con toda pulcritud, como los músicos del Titanic?

A la cumbre de Bari acudió el Papa. Algunos le dicen rojo, y últimamente ha dicho algunas frases bizarras, pero le gusta estar en la pomada. Se hicieron muchas fotos con él (era la estrella invitada), y Biden apoyó de pronto su frente presidencial sobre la suya, fuera por despiste o por el gusto de imitar a la Capilla Sixtina, por acercarse al máximo al pensamiento divino. Bastó con eso: la anécdota se lo comió todo. El Papa incómodo, por suave que fuera el frentazo, y Trump preguntándose quizás qué buscaba Biden con esa divina conexión. Qué tiempos estos, trágicos y entretenidos. 

 

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