Se llevan las madreñas. Durante el último mes, dos procesiones han recorrido las calles de la ciudad, las calles céntricas naturalmente, no vayamos a pensar bien, con gentes que desfilaban por ellas calzando sus pies con ese vestigio del pasado. Se arremolinaba el público alrededor y lo celebraba, en muchos casos sin saber a cuento de qué ese jolgorio. Era jolgorio y punto. Incluso sin saber qué es una madreña, quizá un adorno navideño, ni el porqué de ese calzado ancestral. El pasado es otro vestigio más en muchas memorias. O una ignorancia. Por fortuna, esas gentes asombradas por el espectáculo no tendrán necesidad de calzar galochas, no pisarán el barro ni los humedales que fueron las calles de nuestros pueblos no hace tanto, hoy urbanizadas en mayor o menor medida; tampoco las necesitarán para pisar la nieve, sólo se asoman a ella con los trineos de los niños. Se quejarán, eso sí, de que todo está mal, básicamente porque hay que quejarse, y no percibirán la enorme distancia que media entre esos pintorescos zuecos y la luz fosforescente de sus zapatillas todoterreno. Creen que el mundo empieza hoy y que lo demás es un museo.
En cierto modo, esas madreñas son el testimonio de lo que fuimos y de lo que somos, es decir, explican la distancia que separa el ayer del presente, lo artesano de la inteligencia artificial, la vida y los usos rurales del ajetreo de la ciudad, la economía de subsistencia de la sociedad de consumo. El error que cometemos a veces es pensar que la tradición es inmarchitable y estática, lo mismo que olvidamos que no hay un ahora sin un antes. En el primer caso mitificamos lo que ya no da más de sí y nos engañamos. En el segundo nos condenamos a repetir errores. Ambas cosas se llevan mucho ahora, tanto como las galochas en el último mes. Por eso es importante que cada cosa esté en su sitio y que haya un sitio y un tiempo para cada cosa. Y por eso mismo pasearse con madreñas sobre el asfalto a estas alturas no deja de ser un tanto exhibicionista.