Están corriendo ríos de tinta, desde el Manzanares al Bernesga, sobre madrileñofobia y el presunto ataque frontal de los capitalinos a los ecosistemas que contaminan con el turismo. Una de las consecuencias de la democratización del cruce de fronteras regionales es la saturación de los espacios que la precariedad turística ha conquistado. El cheque en blanco que le hemos dado durante las últimas décadas a los extraterrestres patrios ha sido lo que ha hecho quebrar la banca al hipotecar el futuro de las ciudades por una contrapartida que no genera tanto beneficio en muchos destinos como se esperaba. Creando una burbuja que ha inflado las ínfulas de los mortales, de los trotamundos que viajan a precio de saldo retroalimentando un modelo ineficiente; ahonda en aquella máxima Aznariana que acusaba a la ciudadanía de ser la culpable de la crisis por vivir por encima de sus posibilidades.
En estos últimos tiempos en León hay una sensación en el ambiente, un anhelo, una morriña, un déjà vu de que cualquier tiempo pasado fue mejor, una percepción nostálgica de que antes salir de vinos por un barrio húmedo que ahora está seco era más asequible. Con la inflación y la evolución hacia un modelo más elitista del turismo cultural, ha generado el encarecimiento de las consumiciones en los bares. Estábamos mal acostumbrados, muy mimados por la costumbre altruista del lugar, ahora es cuando las orejas del lobo de Wall Street de la rentabilidad han hecho que la realidad nos devore. Ignorábamos el sacrificado beneficio de cuando por un clarete y una tapa te cobraban un euro; vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Hemos despertado del letargo, traumatizados, racionando seguramente nuestro ocio rutinario al otro lado de la barra, generando fijaciones íntimas con los que regentan nuestros sitios de confianza, no somos capaces de entender que no es nada personal, que son solo negocios. Acostumbrados al modelo de todo a un euro hemos perdido la noción para saber calibrar el precio justo de las cosas; por eso quizá ya no se emite ese programa. Ni los viajes pueden ser una réplica del modelo del Imserso ni los hosteleros pueden perder dinero en su negocio. El estado de bienestar trajo un gran abanico de cosas buenas, pero algunas malas, como la falsa seguridad de que todo debe funcionar como una especie de ONG.