12/06/2024
 Actualizado a 12/06/2024
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Miro los dedos de mis pies emergiendo del agua. Las uñas pintadas con esmalte rosa pálido se funden con la cerámica de la bañera. Parecen dos apéndices independientes al final de mi cuerpo. Están precedidos por la geografía de las rodillas que igualmente ofrecen el espejismo de estar separadas del cuerpo como dos montículos rodeados de espuma. Levanto el brazo y giro el grifo que está justo detrás de mí, a la altura de la nuca. Un chorro de agua caliente sale de la ducha que he ubicado estratégicamente esquinada, desde donde el flujo cálido se va distribuyendo como una corriente que recalibra la temperatura sin llegar a quemarme.

Dejo caer la cabeza hacia atrás con afán de relajarme, algo que no logro ya que los extremos picudos de la grifería se me clavan en los recovecos del cuello provocándome molestias desconocidas, dicho sea de paso, a partir de los cuarenta surgen una miríada de ellas en zonas corporales que ni te habías imaginado. 

La mía es una bañera pequeña, tengo que encogerme, pero no me importa. El apartamento no daba para más y a pesar de que la uso como un lujo, no quiero prescindir de ella porque es el sitio de mis ideas. En la bañera he tenido las mejores ocurrencias, esas que llegan cuando no las buscas. A veces pienso que esas inmersiones son como retornos a un estado primigenio, a otra fase de evolución acuosa o a un ecosistema antiguo en el que flotan recuerdos largamente olvidados que pueden ser cazados al vuelo, como peces abisales. 

Me gusta cuando las gotas acumuladas en la boca del grifo, caen y estallan en la superficie del agua, golpeteando una pieza que podría haber sido compuesta por Arvo Pärt. También me gusta el crujido de la espuma cuando se disuelve. En el silencio del baño todos los sonidos se magnifican. Bajo el agua incluso puedo escuchar mi respiración. 

He comentado esta manía con colegas de profesión y por lo visto no soy la única. Otros necesitan escuchar el ruido de una lavadora o el de un secador de pelo para poder escribir. Ruidos blancos, los llaman. Hay quien no puede salir de casa hasta que termina el guion que tiene entre manos. Otros prefieren irse a un hotel lejos de su escenario habitual. También hemos comentado los horarios tan dispares en los que cada cual encuentra su momento más productivo. Yo prefiero ver amanecer. Sin embargo, hay quien escribe desde la medianoche hasta las cinco, duerme unas horas y regresa al mediodía, o quien se levanta a mediodía, escribe hasta las cinco y duerme seis horas para volver a escribir. El caso es que muchos escritores a lo largo de la historia han buscado horas y lugares particulares. Thoreau, se fabricó una cabaña de apenas 14 metros cuadrados junto al lago Walden. Virginia Woolf se refugió en una cabaña al sur de Inglaterra. El poeta Dylan Thomas se trasladó a una pequeña casa en la costa de Gales para pasar los últimos cuatro años de su vida. A mí me gustan las bañeras. Una cosa burguesa, sin duda. Pondría una bañera exenta en la biblioteca, otra en la cocina y, de hecho, viajaría con mi propia bañera a cuestas, si eso fuese posible. Como ven, las manías son un universo de infinitas posibilidades, pero si algo me queda claro a estas alturas es que entre escritores no es probable encontrar una pareja con la que convivir de forma convencional. Cuando una se baña, el otro duerme, cuando el otro pone el secador, la otra intenta dormir; cuando uno se va a un hotel, la otra regresa de un rodaje. Esto sin mencionar que no hay peor crítico que tu pareja (porque todo lo que diga puede ser, y será, utilizado en su contra). En definitiva y con ánimo de terminar en un chispazo de luz (que no en un cortocircuito) añadiré que, en algún punto entre el pasillo y el baño, a eso de las cinco y media de la madrugada, en esa encrucijada en que uno entra y el otro sale, siempre puede surgir una conversación jugosa. O algo.

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