La mantequilla es solo la nata de la leche mazada una vez separada. No tiene más misterio. O es que ya es suficiente, porque las pasiones que desata en solitario son terribles. Extraño no sería ver a algún forofo dando un jisco a una pastilla de mantequilla fría recién pelada del metálico papel de haber padecido privación. La mantequilla es tan poderosa que, con el añadido de una brizna de sal o un pellizquito de azúcar, puede convertir esa triste rebanada de pan blanco sin ni siquiera tostar en muy apetecible y si el pan es de calidad y ha pasado por el peligroso tostador (poco se habla de lo malos y retorcidos que son los tostadores para la vida doméstica) se convertirá el untado en manjar patricio ‘a.k.a.’ lujo asiático.
Luego están las mantequillas a base de frutos secos. Está la marranada de la mantequilla de cacahuete que conocimos por las series norteamericanas (bote de medio kilo saliendo del frigo para ser esparcido sobre rebanada de pan turbio por toda merienda gocha) pero que también gusta poderosamente en sitios más cercanos como los Países Bajos por un lado (el malo), y está por otro lado (el chachi) la maravilla del helado de Butter Pecan (algo así como de mantequilla de nueces pecanas) que me tiene sobrecogido de rico que está. Helado de invierno como la nata, la leche merengada y el streussel (a base de mantequilla).
La mantequilla de las galletitas danesas y belgas siempre fue el ingrediente imprescindible, pero no lo es tanto en otras preparaciones. En la hostelería de muchos países, la mantequilla se la echan a la plancha rellenando los aplicadores directamente del depósito de acero continente de tres litros de líquido amarillento para hacer hamburguesas o tortillas. Esa estampa no es agradable ni necesaria, y nada tiene que ver con poner mantequilla un poco caliente para que la puedas aplicar en el desayuno sin más demora, delicadeza con el cliente que he visto pocas veces en hoteles o cafeterías y por la que no me harto de rogar en esforzado silencio.
«Es la mantequilla» decía un colega para justificar su inadvertido aumento de peso, en un guiño a aquel «son los hielos» para hablar del malestar ocasionado la víspera trasegando lo que fuere. Pero es que en este caso un poquito de razón hay. Pocas cosas están tan buenas y precisan a la vez de tanta moderación en su consumo para no írsenos la cabeza ahora que llega el frío como la mantequilla. Cuidado.