El PP es un partido llorón. Siguen en el año 2000, en aquel colapso que algunos presagiaban con el cambio de milenio, en esa reprogramación que provocó que millones de personas comprasen ese kit de supervivencia del que ahora la Unión Europea recomienda hacer acopio. Le dijo Alberto Núñez Feijóo a Pedro Sánchez el otro día que él sí que necesitaba un botiquín de urgencia, creo que es el Partido Popular el que lleva tiempo intentando sobrevivir como puede. Su alma política se quedó en aquel restaurante en el que Mariano Rajoy en 2018 ahogó sus penas en bebidas espirituosas para que se le aclarasen las ideas tras perder la moción de censura contra Sánchez. Las ideas providenciales que le inspiraron al ex presidente (por eso quizá tras su retirada se ha convertido en un escritor tan prolífico) son las que le faltan a su partido.
Alfonso Fernández Mañueco representa el paradigma del mal que adolece al Partido Popular. El vicio costumbrista de gobernar con mayorías les ha extirpado de su mentalidad la amígdala que posibilita la conexión empática con otros partidos con los que llegar a acuerdos. Hablando con varios dirigentes que gobernaron con el PP en el pasado confirman su incapacidad no sólo para cerrar pactos externos, sino para convivir con miembros de su gobierno de formaciones distintas. La herencia histórica provoca también en su fuero interno unos aires autosuficientes que minusvaloran al resto de partidos, despertando en ellos el planteamiento vanidoso de que es un designio divino que ellos gobiernen, instinto absolutista que les impulsa a hacer un gurruño con las propuestas ajenas como ha ocurrido con la iniciativa presupuestaria de Vox. Partido con el que hasta que no empiecen a sintonizar no tendrán opciones de gobernar España. Sueño húmedo que no podrán cumplir tampoco si siguen despreciando a formaciones regionalistas como UPL, con la que Mañueco hizo alarde de nuevo en la sesión parlamentaria en las Cortes de su intención de que los grupos le den un apoyo incondicional por la gracia divina.