Me voy acostumbrando a ver a Manuel Vilas una vez al año, eso por lo menos. Suelo entrevistar a escritores, participar en sus presentaciones, cosas así, pero sólo con Vilas he logrado esta continuidad, esta recurrencia, por lo que sea. También puede ser porque Vilas viaja mucho, a Estados Unidos y tal, y también a otros muchos lugares, que no todo es Estados Unidos, pero luego he pensado que, si Manuel Vilas se mueve tanto, lo difícil, precisamente, sería coincidir con él en un punto. Pero coincidimos.
Por ejemplo, el otro día. Hace casi exactamente un año que tuve la ocasión de acompañarlo en un evento junto a la gran poeta gallega Yolanda Castaño. Fue un día de gran gozo literario, bastante inclinado a la poesía, porque Vilas es mayormente un poeta, aunque escriba muchas novelas. Aquí tengo en mis manos, ahora mismo, su ‘Poesía Completa’, publicada en Visor. Completa hasta 2015, también te digo, que luego ya veremos.
Pues bien, el otro día presentamos su última novela, ‘El mejor libro del mundo’, publicada por Destino. Lo hice junto a mi buen amigo Javier Pintor y fue lejos de León, pero yo le presentaría a Manuel Vilas una novela en cualquier parte. Cuando nos conocimos hace años, por lo de ‘Ordesa’, Vilas me dejó muy impresionado en el jardín de aquel hotel. Lo vi vulnerable y cercano, perplejo ante el mundo. Hablamos mucho, más de lo que la entrevista permitía. Luego recibió algunas llamadas personales. La hierba brillaba, el agua saltaba en las fuentes. Hacía sol y soplaba una brisa suave. Pero Manuel Vilas me pareció un personaje herido, no sólo letraherido, sino herido por el afilado cuchillo del tiempo y la memoria. Me pareció tan real Vilas entonces que comprendí de un plumazo esa emoción esencial que brota de ‘Ordesa’, que es un canto hermoso y doliente a la búsqueda del tiempo perdido, a los padres que ya nunca más estarán.
Luego, después de tantos encuentros, tengo con Vilas una familiaridad que me hace darle abrazos de verdad: «hay gente que ya ahorra en abrazos», me dice, algo cáustico. No es ser fieramente humano, sino generosamente humano, aunque me advierte: «yo no he sido nunca un tipo obediente».
Ya les adelanto que ‘El mejor libro del mundo’ tal vez no sea el mejor libro del mundo (porque eso, ya lo dice Vilas, es imposible), pero es un gran libro. Lo mejor que he leído de él desde ‘Ordesa’, y he leído todo lo suyo. Porque este libro, en el que están incluidos muchos otros, tiene un cierto afán de totalidad, busca adentrarse en todas las grietas de la realidad, quizás por eso, porque su autor, un tal Vilas, quiere hacer el mejor libro del mundo y morir tranquilo. Lo de morir tranquilo lo digo porque Vilas parte de su sesenta cumpleaños, ese es el punto de partida. «Cuando eres consciente de que ya tienes más pasado que futuro», me dice. Y como cumplimos años a la vez, o casi, creo que puedo entender lo que quiere decir. El escritor aspira a una quimera, al mejor libro posible no ya del mundo, sino del universo. «Pero todo es superstición», me dice Vilas. «La literatura tiene ese punto de superstición, como la religión, como la política».
El libro tiene un prólogo de una supuesta editora en el que se nos anuncia que el escritor, de nombre Manuel Vilas, se ha precipitado desde una torre de Bistrita, en Rumanía, y nos ha dejado para siempre. Reímos. «Es que quería darle ese valor de lo póstumo… Y también evitar que cualquiera, de los muchos que salen en el libro, vivos y muertos, pudiera quejarse ante mí». Le digo que es un recurso cervantino, pero de otra manera. Lo cierto es que, a partir de ahí, tenemos a este autor que, ya frisando la vejez (yo no diría tanto), alcanzando los sesenta, se dispone a escribir el mejor libro del mundo, lo cual es una quimera, como digo, una vana ilusión, pero es la ilusión que un escritor tiene que cumplir. «Mi madre me advertía: sobre todo, no seas un muerto de hambre», explica Vilas. Reímos de nuevo. Alguien del público, acordándose de ‘Ordesa’ le dice: «tal vez no seas el mejor escritor del mundo, pero yo creo que eres el mejor hijo del mundo».
Llegados a este punto me gustaría explicarles de qué va ‘El mejor libro del mundo’, y sólo puedo decirles que este libro va prácticamente de todo. De la vida y la muerte, y eso es, creo, todo lo que hay. «Morirse es una gran putada. Yo querría vivir hasta los 120 años, pero no me va a tocar. Eso ocurrirá dentro de algunas décadas», me dice Vilas. No hay derecho a morir, en efecto: eso pienso yo también. «Y como no creo en supersticiones, cómo voy a creer en esas cosas que nos cuentan las religiones, lo mismo que tampoco creo en el Comunismo, por ejemplo, he querido explicar esa vana ilusión de perpetuarse, que es precisamente por lo que un escritor escribe». Escribimos quizás para no morir. Como hacía Sherezade. Y eso mismo me dijo el otro día otro grande, Mircea Cartarescu. «La muerte de un escritor es más muerte, porque es pública», explica. «Es la consumación de un fracaso». En realidad, todos fracasamos con la muerte. «La culpa de todo esto la tiene Juanjo Millás», me dice Vilas. Millas y Vilas son buenos amigos, y creo que este libro tiene mucho de esa perplejidad de Millás, aunque más, eso sí, de Frank Kafka. Millás le dijo: «entre los sesenta y los setenta, la gente está cayendo como moscas».
La novela ofrece un alto nivel de exposición por parte de Manuel Vilas. No es raro, porque suele hablar mucho de él. Vilas vuelve a Ordesa, digiere ahora aquel éxito que le trastornó un poco. Aquella locura. Comprendió que más que un cuerpo, somos historia amalgamada, capa sobre capa. «Voy por la Gran Vía y pienso en los que pasaban por allí hace décadas, no lo puedo evitar». Y los que pasaron por las habitaciones del hotel, porque Manuel habla mucho de los hoteles (a los que viaja con báscula). Vilas, una herencia materna, cree que ve a los muertos que estuvieron allí, aunque lo mejor de los muertos es «que no saben que están muertos, como dice el Eclesiastés», así que no hay que preocuparse, y también ve a los que están pugnando por llegar a sustituirnos. «Somos historia, más que un cuerpo».
«Me moriré (…) sin saber quién demonios he sido», escribe Vilas. Pienso en sus comentarios sobre Fernando Marías y Javier Marías, dos escritores muertos, tan distintos, con muerte distintas, pero, claro, ellos no lo saben. El libro está trufado de literatura. Kafka. Cela. Baroja. Huxley. Jorge Manrique. Ernst Jünger. Lorca. Ah, y Buñuel. «Aquí hay mucho humor aragonés». Al terminar, Vilas me dice: «sigo siendo, sobre todo, un huérfano». También dice: «la verdad es el adiós». He aquí una gran novela.