Solo lo auténtico permanece. Quizás por ello, con el paso de los años, los seres humanos nos sentimos más solos y también necesitamos menos a nuestro alrededor. Sin embargo, lo que de verdad importa se queda año tras año, como los grandes amigos de la infancia.
Es difícil conservar amigos desde épocas tan lejanas, pero si siguen a tu lado, no cabe duda, son amigos que nunca se irán, porque han aprendido a quedarse, se lo han ganado. Han superado todo tipo de obstáculos: oposiciones, mudanzas, funerales, bodas, divorcios, ausencias y aunque pase cierto tiempo hasta que vuelvas a verlos, la lealtad los escolta, siguen ahí, son testigos de tu vida y tú de la suya, como eternos vigías del tiempo.
Yo tengo la fortuna de tener una amiga así. Se llama Montse y nos conocimos cuando ambas teníamos siete años y comenzábamos en Gijón 2º de EGB y por diferentes motivos llegábamos tarde a clase. Ahora Montse vive en Zamora y trabaja en el Ayuntamiento de un pueblecito pequeño, llamado Peleas de Abajo. La residencia de ancianos de este pueblo decidió hacer realidad el sueño de nueve de sus ocupantes, nueve ancianos querían, por primera vez, ver el mar.
Acompañados por sus cuidadores y algunos familiares, soportaron con gusto las cuatro horas de viaje que el autobús tardó en llevarlos desde Peleas hasta la playa de San Lorenzo. Cualquier palabra se queda muy pequeñita, como una partícula de arena, ante la emoción que debieron sentir estos nonagenarios a los que la vida no les ofreció nunca la oportunidad de contemplar la inmensidad. Caminaron descalzos sintiendo la espuma, observaron el horizonte, mojaron sus pies en agua salada. Les pareció muy hermoso.
Los responsables de la idea se merecen nuestro reconocimiento, y ojalá sea uno de esos casos, en los que el ejemplo cunde. Nuestros mayores, esos supervivientes, se lo merecen. No hay edad para rendirse. Somos viento y sal.