27/10/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución del 78 se han organizado una serie de actos, institucionales, y de iniciativa social, para su conmemoración. Por ahora, y a la espera de que pudiera haber un debate entre los cuatro políticos más notorios de la nueva generación –deseable sería–, el que entiendo de mayor interés, no tanto por sus aportaciones sino por sus carencias, es el establecido entre los expresidentes Felipe González y José María Aznar. El Colegio de Arquitectos madrileño fue la sede que acogió estas conversaciones, el pasado 21 de septiembre, bajo la dirección de la veterana periodista Soledad Gallego Díaz.

El planteamiento de este debate contemplaba el abordaje de tres apartados: acerca de la vigencia de la Constitución, de los riesgos y ventajas de su reforma, y sobre su capacidad de adaptación en tiempos de crisis. Ambos mandatarios, Felipe con mayor concreción al haber sido uno de los líderes de la Transición, alabaron el consenso al que llegaron participantes de la Dictadura y políticos exiliados o silenciados. Coincidieron en que cualquier reforma constitucional ha de partir del reconocimiento de que la soberanía reside en el pueblo español, y que la relación entre el poder autonómico y el de la nación española ha de basarse en la lealtad. Aznar, por su parte, defendió e insistió en que antes de encarar cualquier análisis concreto lo urgente era restablecer la legalidad constitucional. En cuanto a atribuir a la Carta Magna carencias para abordar la crisis, matizaron que las soluciones no dependen de la misma, sino de la propia acción política.

En qué consistía, concretamente, la aportación del federalismo, que sostenía Felipe, o de otras novedades por parte de los dos, quedó durmiendo el sueño de los justos, como viene siendo, de forma cansina, el habitual discurso de los políticos más proclives a reconsiderar la Ley Fundamental. Decía, al principio, que fue una conversación poco novedosa, porque obviaron cualquier responsabilidad, o errores si se quiere, respecto a lo que fue permanente ‘fantasma’ durante el debate: la felonía de los gobernantes catalanes. Los atropellos que en esta nacionalidad han sucedido, la burla permanente del Estado, la desigualdad existente en prestaciones o servicios entre los españoles en razón de la marca autonómica, las dificultades para contar con iguales derechos en todo el territorio para acceder a la administración pública, la marginación anticonstitucional de la lengua, el español, que nos es común…, y un sinfín de lo que difuminan con el sustantivo ‘disfunciones’, no merecieron para los dos expresidentes meditación alguna.

Tampoco distinguieron si algunas de las transferencias que hicieron, y sus condiciones, fueron por convencimiento o por necesidad de mantenerse en el poder con el voto de los nacionalistas. Ni siquiera reflexionaron en qué erraron, para que, por ejemplo, las fuerzas de seguridad del Estado, no tengan edificios oficiales donde alojarse a la hora de ser destinados a Cataluña para poner freno al desacato de nuestra Constitución; o que en la enseñanza puedan alegremente algunos profesores inocular un sentimiento antiespañol o se ignore o tergiverse lo que nos es común, lo que nos une en el devenir histórico. En suma: qué se ha facilitado, qué resortes del Estado han sido abandonados, para que haya sido posible el intento de secesión y su posterior oprobio, que a diario contemplamos.

Las anteriores consideraciones, que pueden ser de mayor alcance, no merecieron atención alguna para los dos expresidentes, que se circunscribieron a sentirse muy satisfechos de lo que les ha correspondido en el ‘desenvolvimiento’ constitucional. Que es para estarlo –y aplaudirlo–, pero se echó en falta el reconocimiento de no haberse fajado para llegar a algunos acuerdos fundamentales, por ejemplo, pactos o abstenciones a la hora de los presupuestos, en aras a no hacer forzadas e imprudentes concesiones a los nacionalistas. Pues la cuestión es si, fruto de la gobernanza, se han ido enquistando, recreciendo, problemas que no tenían que haber existido o, al menos, deberían haber sido sofocados.

Por lo que se atisba, dado que las encuestas, sin contar la singular ‘simpatía’ última del CIS, no ofrecen la posibilidad de un gobierno de centro izquierda, centro derecha, o de izquierdas, sin el auxilio de los nacionalistas o separatistas (en comandita o no con los podemitas), nuestra Constitución deberá encajar nuevos desafueros y tendrá que continuar siendo la justicia, que no los Gobiernos, el pilar que la sustente. Licenciada la alternancia bipartita, y existente ahora el cuatripartidismo, el ejercicio de la política sigue siendo parecido, si no más negativo y puntillero que en la era de estos dos expresidentes y sucesores.

Se ha acentuado la primacía de lo inmediato, por mantener el poder, por acceder al mismo, o deteriorarlo; y no la altura de miras, un sentido de Estado orientado a un horizonte despejado, para la unidad de la nación y la igualdad entre sus ciudadanos. Bien pensado, pese a tanta zozobra en que gravita la actualidad, asistimos a más de lo mismo, pero con un tufo rancio que echa para atrás al más pintado.
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