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Mauthausen, memoria y testimonio

14/07/2024
 Actualizado a 14/07/2024
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Hará mañana 80 años, un 15 de julio de 1944 –justamente el día que salí del vientre de mi madre–, en que una frágil muchacha de quince años y ojos vivarachos escribía en su diario, desde un oscuro desván como escondite en Amsterdan, estas palabras premonitorias nada vulgares para una adolescente: «Veo como el mundo se va convirtiendo poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el trueno que se avecina y que nos matará, comparto el dolor de millones de personas y, sin embargo, cuando me pongo a mirar el cielo, pienso que todo cambiará para bien, que esta crueldad también acabará, que la paz y tranquilidad volverán a reinar en el orden mundial». La niña precoz se llamaba Ana Frank. Veinte días después de escribir estas palabras premonitorias sería arrestada junto con su familia por la pronazi Grüne Polizei y trasladada a Auschwitz y Bergem-Belsen, donde desaparecerá para siempre en una fosa común entre finales de febrero y primeros de marzo de 1945.

No he visitado el campo de Auschwitz, pero sí un par de veces el de Mauthausen (Austria). La primera vez no pude evitar que un par de lágrimas cayese sobre el libro de visitas, mientras escribía un pequeño texto que ya no recuerdo porque no me salió de la cabeza, sino del corazón.

El campo de Mauthausen está situado en una colina a orillas del Danubio y a 20 kilómetros de la ciudad Linz, cuna de Hitler. Fue creado en abril de 1939, justo en el mes en que los cañones cesaron de tronar en España después de tres años de una terrible guerra civil. 

Por orden cronológico, Mauthausen hacía el número seis, posterior al de Oranienburg, Dachau, Sachsenhausen, Buchenwald y Flossenburg, y el primero que los nazis instalaban fuera de Alemania. Por decreto de 1 de enero de 1941, que establecía tres categorías para los campos según la importancia del «delito» o consideración del deportado, Mauthauesen quedaba incluido en la III, destino para los casos que los nazis consideraban más graves o irrecuperables, siendo por ello uno de los peores lugares de su sistema de exterminio. Los barracones estaban situados por encima de una cantera a la que se accedía a través de una escalera de 186 escalones, construida en el invierno de 1940-41 por los propios deportados. Más adelante, en 1943-44, por necesidades bélicas, el trabajo de los deportados pasará, además del arranque y acarreo de piedras, al de la fabricación de armamento. En virtud de ello, al campo principal se adscribieron una red de kommandos o sucursales y un campo anexo Gusen particularmente mortífero. En todos ellos sirvieron y murieron multitud de republicanos españoles. Alguien dijo que los nazis inventaron en Mauthausen treinta y seis maneras de dar muerte. La más refinada era hacer subir por la fatídica escalera a los famélicos prisioneros cargados con pesados bloques de piedra, remedo satánico del suplicio de Sísifo. 

A este lugar letal de concentración fueron deportados la inmensa mayoría de los Spanische Kämpfer o Rostpanier, «combatientes republicanos españoles» o «rojos españoles», que habían conseguido huir de España tras su derrota por las tropas franquistas y sobrevivir en los abominables chamizos situados en las playas francesas. Capturados por los alemanes a la caída de Francia, fueron conducidos a Austria y distinguidos del resto de deportados por el triángulo azul, distintivo de «apátridas» o emigrantes extranjeros, con la letra «S» en el medio, que llevaban cosida a su indumentaria rayada verticalmente de azul y blanco.

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