Llevo dos días –lunes y martes– recordando a don Miguel Cordero del Campillo, lo mucho enseñado desde su magisterio civil. Y escribo «mucho enseñado», obvio, porque fue esto infinitamente mayor que lo poco aprendido de él por este zote «incurable aprendiz de escribidor» en los tiempos compartidos, esa suerte atesorada. De él aprendí, entre otras, la importancia de la intendencia. Pues como «intendencia necesaria» para el funcionamiento de la universidad era para él y era para mí aquel personal de administración y servicios, en el que desempeñé mi quehacer profesional durante tantos años. Me vino el recuerdo al contemplar, durante las fumadas pausas de mis matutinos cafés leídos, cómo venía armándose el rompecabezas o mecano que a partir de mañana acogerá la XLVI Feria del Libro de León y que a tantas personas de vario sexo, estado y condición del mundo literario (escritores, editores, libreros, lectores…) moviliza en diverso grado antes, durante y después de su celebración. Posiblemente nadie dará las gracias a esos trabajadores, ninguno saldrá en las fotos, nadie les pedirá una dedicatoria y, sin embargo, ¿habría feria sin ellos? Mas así es el desapercibido, ignoto, nunca bien apreciado papel de la intendencia necesaria, imprescindible.
Una feria del libro viene a ser como un sosegado toque a rebato de una esencial parte de la cultura (si escribo «industria cultural» me arde el esófago); como una laica novena de convocación a la lectura, ese virtuoso vicio, mayormente solitario, con que los lectores fecundamos el tiempo, ese que el ignorante supone que matamos, en los surcos labrados por los escritores y puestos a nuestra disposición merced a editores, libreros y bibliotecarios. Serán para mí, días de visita demorada en busca de alguna de las muchas joyas desconocidas que esponje el cerebro, el saber, y acaricie el corazón, el sentir, y le hagan a uno imitar a Tomás de Kempis, pues como él uno ha buscado el sosiego en todas partes y sólo lo ha encontrado leyendo un libro; de charla con escritores, de aprendizaje sin duda de muchos de ellos. Y ante su saber no estaré pendiente de su sexo o género, ni de la proporcionalidad o paridad de sus presencias por tal circunstancia, sino de las obras ofrecidas, fruto de esa soledad frente a uno mismo y al papel que es la escritura. Leer, escribir, escrivivir.
¡Ah, sí! He conseguido llegar al final de este texto escribiendo bajo encomienda al sabio adagio cubano: «no cojas lucha que la caña es mucha».
¡Salud!, y buena semana hagamos y tengamos.