Lo mejor del Purple no es el grupo que encabeza el cartel, ni tampoco las joyas escondidas de la programación, ni siquiera los ‘allnighters’. Lo mejor son las caras felices de Gallego, María, Ana y Paolo, de Eneida y Joan, de Juanín, de Porras, Gisela y Raquel, de Carlos y los de Astorga. Y, sobre todo, León. Da gloria ver tu ciudad, también con su mejor rostro, en estos días púrpuras de finales de otoño.
Porque, al final, es León –descubierta o redescubierta– quien encabeza el ranking de los espectáculos festivaleros. En un deambular interminable de vinos y tapas, del Colibrín a la Chiscoteca, de guateques vespertinos en Luna y de incursiones en la siempre impactante Glam, de escapadas a San Isidoro y el Musac, de risas, abrazos y reencuentros… el foráneo se enamora y el indígena se esponja de orgullo. A veces hacen falta nuevos ojos para ver lo que está todo el tiempo delante de nuestras narices.
Las crónicas de Alfredo Duro (entusiasta incansable de la causa), sobre el bolo de los Fuzztones en Vías, los irreductibles del Gran Café, los giros en la pista de ese chavalín rubio que parecía salido de 4º de la ESO, la agradable sensación de que lo de Curtis Harding y The Lemon Twigs es mucho más que un mero ‘revival’: en realidad, un acto de amor al mantener viva la llama de una música que se merece resistir al empuje de las modas y de la trituradora del pasado.
A la entrada del Club 45 que ha montado Álex Cooper en Santa Colomba de Somoza hay un vídeo narrado por Mures en el que se relata la trascendencia de León en la música del cambio de siglo. Lo saben quienes vienen de Madrid, Barcelona, Mallorca, Alicante o Cádiz. Aquí hace falta recordárnoslo continuamente. Como si no nos creyésemos la imagen que nos devuelve el espejo y tuvieran que contarnos todas las historias increíbles que han ocurrido aquí.
Sería absurdo intentar resumir en estas líneas lo que he vivido en todos los años que he ido al Purple Weekend, recordar la gente que ha estado siempre, la que se acaba de incorporar a la tribu y la que estuvo y se bajó en un momento dado. Sólo diré que, por muchos conciertos a los que haya ido, por muchos guateques que haya cerrado al amanecer, el Purple no se acaba nunca. Al menos, para mí, es como si fuese algo nuevo cada año. Conocido y familiar, sí, pero con un matiz diferente siempre. Ojalá envejecer así, juntos, durante muchísimos años, hasta convertirme en una pieza más del mobiliario del festival.