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Lo mejor de tu vida me lo he llevado yo

09/06/2024
 Actualizado a 09/06/2024
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Como en tantas casas de tantas familias de tantos pueblos, en la mía también hubo un lugar en el que se fueron acumulando durante años los sofás que un día era muy urgente cambiar pero al siguiente daba pena tirar, los colchones hundidos «por si alguna vez hacen falta» (por si alguna vez se quedaba a dormir todo un batallón del cuartel del Ferral, supongo), las alfombras sobadas, los muebles rancios, los juguetes viejos que nunca le interesarán a ningún niño por analógico que se le quiera hacer, los libros que nadie leerá, muchos libros, los aparatos que quedaron desfasados antes de tiempo, películas y discos que ya no se pueden reproducir y cuya magia ha quedado atrapada en un limbo de la tecnología, los apuntes de asignaturas de carreras que ya ni siquiera existen, cazadoras que marcaron época, medallas que no recordaba haber ganado, juegos de mesa que llenaron las tardes más lentas, el Trivial del que estudiaba las respuestas para hacerme luego el listo delante de mis amigos, el Monopoly que me enseñó a caminar por Madrid, el Enredos para intentar ligar por rozamiento durante la larga primavera de la agitación hormonal, Scattergories, Stratego, Operación, Misterio, algunos otros regalos de Reyes cuyas reglas nunca llegué a entender y todas esas invitaciones a la nostalgia que suelen pasar de largo porque ya se remontan a otro siglo, algo así como un monumento al síndrome de Diógenes en versión familiar que convierte tantas casas de tantas familias de tantos pueblos en la Cara B de nuestras vidas.

Quise vaciarlo para reformarlo. Me armé psicológicamente para deshacerme sin piedad de todo lo que se había ido acumulando allí, sin miramientos, sin montones de preferencias: ni esto para tirar, ni esto para guardar ni esto para volver a pensármelo y acabar tirándolo después. Cada vez era más difícil abrirse paso por aquella selva, pero empecé decidido a desbrozar somieres, radiadores oxidados, las maletas que no se exiliaron, palés, bufandas de equipos a los que nunca vi jugar y pósters de conciertos a los que no me dejaron ir porque los grupos eran demasiado macarras o yo demasiado pequeño. Conseguí cajas que fui llenando de lo que a ojos de cualquier otra persona no sería más que basura, escombro familiar, telares, solo sirve para coger polvo, esto cualquier día arde... otra vez, en este caso. Era imposible ponerlo todo en un solo montón, ni dándole forma de falla.Al fin contacté con un chatarrero rumano que se convirtió en mi salvador. Cumplidor, puntual, fuerte como un titán, simpático, hasta curioso.Dio tres viajes con su furgoneta, uno para cargar todo el hierro, otro para toda la madera y el tercero para todo lo inclasificable. «Señor David», me llamaba, «¿puedo quedarme esto?». Claro, claro: lo que quieras. Nunca le dije a qué me dedicaba. Me pidió 50 euros. Él se fue contento y yo mucho más.

Pasados unos cuantos meses, con la obra ya terminada dejando tras de sí el habitual balance de las obras (el doble de tiempo y el triple de dinero de lo previsto), en la oscuridad de un hotel en el que se rodaba un documental sobre el gran Lolo, un técnico de sonido que me colocaba el micrófono me dijo, medio susurrando, algo inquietante: «Yo a ti te conozco pero tú a mí no». No es la mejor manera de entrar a un desconocido, así que marqué las distancias y esperé a ver si quería decirme por qué él me conocía a mí y yo a él no. Le miré lo mejor que pude para comprobar que, efectivamente, no lo conocía de nada, y fingí que no me importaba demasiado su comentario, hasta que la curiosidad me pudo y me vi obligado a preguntar: «Entonces, ¿cómo es que me conoces? ¿De qué? ¿Del periódico?». Sonrió para demostrarme que me estaba empezando a ganar, que ahora era yo quien iba y él quien esperaba. «Del periódico, también», sentenció haciéndose un poco más el interesante. Pensé en que algunos de los personajes más fascinantes que he conocido en toda mi vida me los había presentado Lolo, algo que, de alguna manera, ha seguido haciendo incluso después de muerto, y que el cabrón, en aquel momento, estaría echando carcajadas desde el más allá al ver mi desconcierto. «Te conozco porque tengo tu misterio», añadió el individuo para terminar de mosquearme. «¿Qué tienes mi qué?». La cosa se estaba poniendo tan turbia que yo empecé a pensar que, de conocer a alguien así, tendría que haber sido en la Feria del Esoterismo de Fabero, donde el más normal era el propio Lolo. El cámara quería empezar a grabar y me hacía preguntas serias mientras yo clavaba mi mirada en aquel técnico de sonido que, al fin, empezó a despejar el misterio. «Tengo tu misterio, tu juego de Misterio». Lo recordé. «¡Ah! Yo tenía un juego de mesa que se llamaba Misterio». Parecía que el asunto se empezaba a despejar, pero no: «Claro que lo tenías. Ahora es mío aunque sigue poniendo tu nombre». No tuve que hacer más preguntas porque mi cara debía de tener forma de interrogación: «Es que el otro día fui al rastro y había un rumano vendiendo todo tipo de cosas. Yo le compré el Misterio y me dijo que todo aquello había sido del director del periódico».

Curioso reclamo para dar salida a la mercancía aunque, sin él saberlo, se le podía volver perfectamente en contra. 

De camino al pueblo, pensaba en el rumano conduciendo por aquella misma carretera su furgoneta cargada con todo el vertedero de mi memoria y cantando, con su imposible acento, a Julio Iglesias: «Lo mejor de tu vidaaa me lo he lleeevado yooo». Me imaginaba los sofás llenando otros salones, los colchones envolviendo otros cuerpos, las medallas en otros cuellos, los libros y los discos repartidos por toda la ciudad, con todos mis secretos dentro. Decidí llamar al chatarrero rumano para saber si le quedaba algo de todo aquello que, cuando molestaba, no valía para nada pero, de repente, significaba mucho, si no lo mejor de mi vida al menos sí lo que podría explicarla. Era sin duda una maniobra muy inteligente, como yo mismo: regatear para volver a comprarle lo que yo mismo le había regalado. Como iba conduciendo, como tampoco recordaba su nombre, le pedí al teléfono que le llamara: «Oye, Siri: llama al chatarrero rumano». La tecnología nos salvará. Menos mal que todos los teléfonos son hoy mucho más listos que todos sus dueños, o por lo menos más gallegos, porque me respondió con otra pregunta: «¿Está seguro de que quiere llamar al chatarrero rumano?». Reculé, claro. Al llegar, sentí un vacío cruel y descomunal, como en tantas casas de tantas familias de tantos pueblos.

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