Dicen que las palabras se las lleva el viento. Un día de otoño en gris con borrasca que fue huracán y arranca tejados y árboles. Este popular refrán tiene su origen en un discurso de Cayo Tito al senado romano y aseguran que aquel «las palabras vuelan, lo escrito queda» original significaba lo contrario que en la actualidad y alababa el potencial de difusión de la oralidad. Un par de milenios después habitamos una sociedad donde todo es efímero y permanente, todo pasa rápido mientras su huella digital no se borra jamás. Las palabras vuelan más desde que los políticos se han acomodado en la mentira. Mienten ante los micrófonos, en las entrevistas, en los despachos y hasta en sede parlamentaria. La mentira es hoy máxima de la comunicación política. A los hechos les sustituyen bulos o «verdades alternativas» que es el nombre de la desinformación si la difunde el Gobierno.
Como casi todo (lo bueno y lo malo) lo importamos orgullosos de Norteamérica, una democracia reflejo exacto de este momento histórico capaz de lo mejor y peor en instantes sucesivos. Al súmmum de la renovación ilusionante de la comunicación política que supuso Obama le siguió la degradación basada en odio y miedo de Trump. El trumpismo, con permiso de los populismos latinoamericanos, inauguró la era de la mentira institucional que hemos generalizado en la política española. Tras la rueda de prensa del último Consejo de Ministros los periodistas demostraron que la portavoz mintió sin pudor en gran parte de sus respuestas. Con banderas y escudo detrás. Todos mienten constantemente. Porque nos ha dejado de avergonzar la mentira. Porque mientras los periodistas comprueban lo que dicen controlan menos lo que hacen. O para, como escribió Hannah Arendt, garantizar que nadie crea en nada. «Un pueblo que ya no distingue entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Es un pueblo privado del poder de pensar». Las mentiras vuelan para llegar más lejos.