Ya estoy de vuelta en la patria chica. Como todos los veranos, huyo del trópico levantino al que el cambio climático ha dejado sin levante para reencontrarme con mis orígenes leoneses. Recreo la vida de mis padres, esa que en su juventud era más próspera que la que tenemos los de mi generación a su edad. Con una nostalgia retrospectiva, mi padre me cuenta sus jodas juveniles, atisba en los pequeños paseos a gente de su quinta y me cuenta su historia con una pátina dialéctica de un pasado al que su memoria regresa con morriña.
Está también apesadumbrado cuando entramos en el Palacio del Conde Luna y en una exposición se recrea rememorando la historia de León; su orgullo leonés se dilata sobre el terreno adueñándose la hipérbole de todo su sentimiento. Reduce la existencia de España a su dependencia del Reino leonés, a la razón de ser nuestra nación tal y como la conocemos y a la gracia de nuestra región. En ese alarde de la raza caí en la cuenta de la delgada línea que hay entre el orgullo idiosincrático al nacionalismo sectario; linde que todos hemos saltado en alguna ocasión en un momento de éxtasis dopamínico. Los símbolos de pertenencia son el último eslabón en el umbral de la esperanza en una sociedad cada vez más desarraigada e individualista, esa virtud se convierte en vicio cuando entre las raíces exaltadas germina la cizaña del supremacismo. Debemos estar orgullosos de nuestra historia y de nuestra tierra, de la trascendencia de León en la memoria histórica, pero no podemos caer en dar más valor a nuestro legado que al de otros reinos legendarios; más teniendo en cuenta que nuestro país, al igual que otros, fue conformado por una amalgama de dinastías reales.
Todas las hiperventilaciones despóticas conllevan una deslegitimación del mensaje, el Reino de León tiene entidad histórica propia sin necesidad de recurrir a cantares posmodernos que recrean una especie de clase superior.