Torga utiliza casi siempre Castela en sentido privativo, esto es, como una región más entre las tantas de la península, aunque con el sentido centralista, envolvente, esqueleto y forjador de una nación, muy al uso que vemos en Unamuno y, en general, en el ditirambo que rinden a Castilla los integrantes de la llamada «generación del 98». El mismo sentido de traducción de Castilla por España tiene el célebre dicho portugués: «De Castela nem bom vento nem bom casamento». Bueno, lo del viento… pase, pues, circunstancialmente, del Este, peste. Pero no parece cierto lo del casamiento. Si bien es verdad que ha habido matrimonios desafortunados de alta y baja prosapia, también registra la historia y la intrahistoria que diría Unamuno casos felices, incluso felicísimos. Y ello, tal vez, porque los dichos populares no acostumbran a registrar las excepciones. Pongamos entre los primeros a Isabel de Portugal, mujer de carácter, única esposa de Carlos I –si bien no madre de todos los hijos de éste, pero sí de Felipe II (I de Portugal). Y a la ‘coitada’ (’pobrecilla’) María Isabel de Bragança, segunda esposa de Fernando VII, que pese a tener un comienzo prenupcial desafortunado por aparecer en la puerta de palacio unos pasquines con el letrero: «Fea, pobre y portuguesa, ¡chúpate esa!», era mujer de gran cultura, creadora del Museo del Prado. Con ese precedente no sorprende que concibiese una hija muerta a los cinco meses y que ella misma muriese de parto dos años después de la boda. El caso positivo, de excepción al famoso dicho, lo tenemos con José Saramago, hasta el punto, yo me pregunto: ¿habría obtenido el Premio Nóbel, el único concedido a las letras portuguesas (Torga estuvo propuesto por lo menos en un par de ocasiones y también otro escritor portugués contemporáneo, Vergílio Ferreira) si no hubiese contraído segundas nupcias con la dama española Pilar del Río?
Volvamos a Torga, el escritor trasmontano dedicó a la capital leonesa en su ‘Diario’, el 9 de septiembre de 1951, el siguiente texto. «Igual que un Pilatos urbano que se lava las manos tanto de la inquietud asturiana como de la intolerancia castellana, León es la ciudad que inspira más esperanza. Abierta y actual, risueña, todo en ella es esfuerzo connivente, tolerancia y gusto progresivo. Si hay algo que me angustie en este país, es precisamente comprobar en él, de una punta a otra, que no se hace un intento de renovación a no ser con métodos catastróficos». Opinión que recuerda a Bismarck hablando de España como: «el país más fuerte del mundo, pues los españoles llevan siglos intentando autodestruirse y no lo han conseguido»; y, añado yo, dicho sin que hubiese llegado todavía la más cruenta de nuestras guerras civiles, la de 1936-1939. «Cada español en el fondo –continúa Torga–, es un Ignacio de Loyola que se busca a sí mismo, un agonizante que busca confesor, un desesperado que monologa. En cambio, León me ha parecido un claro de lógica en un espeso bosque de absurdos. Avenidas amplias, casas limpias, gente acogedora. Incluso la Catedral, airosa, con esas bonitas vidrieras que parecen iluminarle el alma, me ha producido una impresión de optimismo. En vez de una maciza fortaleza de fe, me ha recordado una gran antorcha de Diógenes, construida por alguien que quiere buscar en la belleza serena el camino de lo trascendente».
Mucho ha llovido desde 1951 hasta estas fechas, y mucho más desde entonces se ha transformado España y se ha transformado León, por lo que algo de la concisa pero enjundiosa opinión de Torga queda ahí para la historia.